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Thriller. Intriga
Un asesino de niñas tiene atemorizada a toda la ciudad de Berlín. La policía lo busca frenética y desesperadamente, deteniendo a cualquier persona mínimamente sospechosa. Por su parte, los jefes del hampa, furiosos por las redadas que están sufriendo por culpa del asesino, deciden buscarlo ellos mismos. (FILMAFFINITY)
8 de enero de 2009
488 de 513 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una mañana de 1963, F. W. Murnau estaba en una sala de proyecciones universitaria para un experimento científico. Su amigo el profesor Vogel le proyectó una escena de la película de Hitchcock “Los Pájaros”, aquella en la que la madre del protagonista descubre al granjero muerto. Al acabar, Murnau se felicitó por haber visto una muestra de cine puramente visual, en el que el casi inexistente sonido no molestaba a las imágenes.
“Ahora vas a verlo como una película muda” –dijo el profesor, y proyectó exactamente la misma escena sin sonido. Cuando volvieron las luces, Murnau permaneció en su asiento, estupefacto. “Es extraordinario”. ¿Qué le parecía “extraordinario”?
“Ahora vas a verlo como una película muda” –dijo el profesor, y proyectó exactamente la misma escena sin sonido. Cuando volvieron las luces, Murnau permaneció en su asiento, estupefacto. “Es extraordinario”. ¿Qué le parecía “extraordinario”?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Para comprenderlo hay que retroceder en el tiempo. Al día 11 de Mayo de 1931. Hasta entonces se habían hecho muchos esfuerzos por integrar el sonido en una película, un carrusel de mejoras técnicas había posibilitado su uso creativo. Pero seguía faltando algo. Los dos cineastas más grandes del período mudo, Chaplin y Murnau, se resistían a hacer películas habladas.
Pero el 11 de Mayo de 1931 se estrenó “M” en Berlín. Y en la primera escena de la película sucede el milagro. El asesinato de la niña Elsie Eckmann nos lo narra Fritz Lang mediante el juego de montaje, imagen y sonido; la canción infantil se inicia sobre el fotograma aún negro, la cámara se mueve con suavidad, con una cotidianeidad que efectivamente resulta amenazadora; el asesino se presenta por su sombra perfilada, al estilo expresionista, y también por un estribillo que silba; los encuadres son plásticos pero dinámicos; y las consecuencias se narran mediante una elegante sucesión de elipsis. La escena en sí es un compendio del arte cinematográfico conocido hasta la fecha, puesto al día con el uso dramático del sonido. Pero hay algo que hace de esa secuencia de siete minutos un instante de cine decisivo, fundacional.
La sucesión de sonidos e imágenes atrapa al espectador y en un momento indeterminable cuando parece que la alternancia de situaciones va a acelerar el ritmo…, el suspense no llega. Lang no nos fuerza la mirada, porque el nervio de la escena descansa en la espera de la madre, no en un desenlace que se nos oculta. Y es entonces cuando surge. Nos oprime, se nos mete en el estómago; está allí, agazapado como un criminal: el silencio.
“Mientras oigamos cantar a los niños, al menos sabemos que están ahí”. Es imposible imaginarse esta escena en una película muda, porque en ellas no existe lo que el genio de Lang descubre aquí: el poder del silencio como contrapunto al sonido. En “M” presenciamos el asesinato de Elsie Eckmann sin verlo y oímos su angustia sin escucharla.
Todo el cine posterior que merece la pena está inoculado felizmente por el virus de Elsie Eckman: Ophuls, Ford, Becker… Incluso Chaplin se dio por vencido.
Y, por supuesto, Hitchcock. “Los pájaros” es una sinfonía de silencios que sólo puede darse en una película sonora. Eso fue lo que nunca pudo descubrir Murnau aquella inexistente mañana de 1963 porque, como todos sabemos, falleció en un tonto accidente de coche en 1931. Ni siquiera pudo ver “M”. Dejé escrito en otra crítica que las obras de arte deberían pertenecer a los que las aman. Mi cuota correspondiente en “M” iría a F. W. Murnau, porque nadie como él llegó tan lejos en la búsqueda de la elocuencia en las imágenes animadas y porque nadie como él mereció tanto escuchar el auténtico sonido del silencio en una pantalla.
Pero el 11 de Mayo de 1931 se estrenó “M” en Berlín. Y en la primera escena de la película sucede el milagro. El asesinato de la niña Elsie Eckmann nos lo narra Fritz Lang mediante el juego de montaje, imagen y sonido; la canción infantil se inicia sobre el fotograma aún negro, la cámara se mueve con suavidad, con una cotidianeidad que efectivamente resulta amenazadora; el asesino se presenta por su sombra perfilada, al estilo expresionista, y también por un estribillo que silba; los encuadres son plásticos pero dinámicos; y las consecuencias se narran mediante una elegante sucesión de elipsis. La escena en sí es un compendio del arte cinematográfico conocido hasta la fecha, puesto al día con el uso dramático del sonido. Pero hay algo que hace de esa secuencia de siete minutos un instante de cine decisivo, fundacional.
La sucesión de sonidos e imágenes atrapa al espectador y en un momento indeterminable cuando parece que la alternancia de situaciones va a acelerar el ritmo…, el suspense no llega. Lang no nos fuerza la mirada, porque el nervio de la escena descansa en la espera de la madre, no en un desenlace que se nos oculta. Y es entonces cuando surge. Nos oprime, se nos mete en el estómago; está allí, agazapado como un criminal: el silencio.
“Mientras oigamos cantar a los niños, al menos sabemos que están ahí”. Es imposible imaginarse esta escena en una película muda, porque en ellas no existe lo que el genio de Lang descubre aquí: el poder del silencio como contrapunto al sonido. En “M” presenciamos el asesinato de Elsie Eckmann sin verlo y oímos su angustia sin escucharla.
Todo el cine posterior que merece la pena está inoculado felizmente por el virus de Elsie Eckman: Ophuls, Ford, Becker… Incluso Chaplin se dio por vencido.
Y, por supuesto, Hitchcock. “Los pájaros” es una sinfonía de silencios que sólo puede darse en una película sonora. Eso fue lo que nunca pudo descubrir Murnau aquella inexistente mañana de 1963 porque, como todos sabemos, falleció en un tonto accidente de coche en 1931. Ni siquiera pudo ver “M”. Dejé escrito en otra crítica que las obras de arte deberían pertenecer a los que las aman. Mi cuota correspondiente en “M” iría a F. W. Murnau, porque nadie como él llegó tan lejos en la búsqueda de la elocuencia en las imágenes animadas y porque nadie como él mereció tanto escuchar el auténtico sonido del silencio en una pantalla.