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Voto de Talibán:
9
8,2
42.012
Comedia
José Luis, el empleado de una funeraria, proyecta emigrar a Alemania para convertirse en un buen mecánico. Su novia es hija de Amadeo, un verdugo profesional. Cuando éste los sorprende en la intimidad, los obliga a casarse. Ante la acuciante falta de medios económicos de los recién casados, Amadeo, que está a punto de jubilarse, trata de persuadir a José Luis para que solicite la plaza que él va a dejar vacante, lo que le daría derecho ... [+]
17 de noviembre de 2010
54 de 65 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta es una confesión que el lector juzgará sorprendente. La he mantenido durante años en secreto y si me he decidido a sacarla a la luz ahora no ha sido por arrepentimiento de lo que en ella se cuenta, ni tampoco por proteger la identidad de los que intervienen en los hechos – de cuyos nombres, no obstante, sólo se dará la inicial- sino por otras razones que hoy, estoy convencido, no se valorarán en su medida.
Todo empezó el primero de Mayo de 1980. Nos habíamos reunido, como todas las entradas de mes, para jugar al burro en el cuarto de M…, que, dicho sea de paso, era quien nos proveía de láminas para poder aprobar dibujo. B…, que nos proveía de cerveza del almacén de su padre, había traído el periódico de su casa. Pero fue G…, que era quien nos proveía a través de su hermana de conocimientos femeninos (en el sentido menos bíblico de la palabra), fue G…, digo, el que lo comentó:
- Ha muerto Alfred Hitchcock…
Guardamos silencio indiferente.
- …y la segunda cadena va a poner un ciclo con sus películas.
Nos miramos durante un segundo. Hasta al menos diez años después y, por casualidad, no supimos que los cuatro habíamos tenido exactamente el mismo pensamiento. Pero no adelantemos acontecimientos.
La siguiente escena relevante del relato tiene lugar unos meses más tarde, el primero de Octubre del mismo año, esta vez en el cuarto de B… Esta vez, fui yo quien lo comentó:
- Pasado mañana acaba el ciclo de Hitchcock.
He dicho, “fui yo”, pero se impone el matiz: ya no era el mismo. Ninguno de los cuatro lo era. Esas semanas de gozo indefinible nos habían convertido en otra cosa: nos habían convertido en asesinos.
Todo empezó el primero de Mayo de 1980. Nos habíamos reunido, como todas las entradas de mes, para jugar al burro en el cuarto de M…, que, dicho sea de paso, era quien nos proveía de láminas para poder aprobar dibujo. B…, que nos proveía de cerveza del almacén de su padre, había traído el periódico de su casa. Pero fue G…, que era quien nos proveía a través de su hermana de conocimientos femeninos (en el sentido menos bíblico de la palabra), fue G…, digo, el que lo comentó:
- Ha muerto Alfred Hitchcock…
Guardamos silencio indiferente.
- …y la segunda cadena va a poner un ciclo con sus películas.
Nos miramos durante un segundo. Hasta al menos diez años después y, por casualidad, no supimos que los cuatro habíamos tenido exactamente el mismo pensamiento. Pero no adelantemos acontecimientos.
La siguiente escena relevante del relato tiene lugar unos meses más tarde, el primero de Octubre del mismo año, esta vez en el cuarto de B… Esta vez, fui yo quien lo comentó:
- Pasado mañana acaba el ciclo de Hitchcock.
He dicho, “fui yo”, pero se impone el matiz: ya no era el mismo. Ninguno de los cuatro lo era. Esas semanas de gozo indefinible nos habían convertido en otra cosa: nos habían convertido en asesinos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Aquella misma tarde establecimos las reglas sin mucha dificultad. El objetivo se elegiría por unanimidad siempre. Luego se repartirían las cuatro cartas: el as de espadas sería el ejecutor. Después, volveríamos a nuestras casas sin hablar con nadie y no comentaríamos el asunto hasta la siguiente reunión.
Hubo víctimas que se resistieron durante años, como Orson Welles. Otras, cayeron casi sin que hiciéramos nada, como King Vidor. Con Luis Buñuel, declarado prioritario, acordamos repartir cuatro ases de espada. Douglas Sirk fue un empeño personal mío y M…, que en aquella época ya estudiaba Arquitectura, me cedió su carta. Costó mucho conseguir la unanimidad para Tarkovsky, y finalmente G… accedió a cambio de nuestro voto para el discutible Bob Fosse. Truffaut, Preminger, Minnelli…, veté a Kurosawa y a Bergman hasta el final: me parecía imperdonable porque todavía hacían cine grandioso.
El Club se disolvió cuando las privadas se adueñaron del espectro televisivo. Haciendo balance no puedo sino concluir que cumplió su objetivo: cada as de espadas que se culminaba exitosamente significaba como mínimo la emisión en TVE de una obra maestra en homenaje al ajusticiado; en el mejor de los casos, todo un ciclo. Hoy suena exótico, pero así era. Gracias al Club de los Cinéfilos Asesinos, sus cuatro miembros, hoy inadvertidos padres de familia, poseen una educación cinematográfica tan ancha como el perfil de Alfred Hitchcock. Aunque eso personalmente no me importa nada; es mucho más decisiva la suma de todas las emociones sentidas, y no hay forma de medir tamaña enormidad.
En fin, ya está dicho, no hay mucho más que añadir. No sólo no me arrepiento, sino que lo volvería a hacer tantas veces como naciera.
Sólo hubo un nombre de los que merecían el honor de la capital pena que jamás se propuso: Luis García Berlanga. Cada uno tendría sus razones. La mía la puedo confesar ahora sin ambages: su forma de ver la vida – en sus obras maestras como “El Verdugo” y también en sus malas películas- tenía tanto que ver conmigo, con todos nosotros, que la idea de no tenerlo en el mundo hacía que éste estuviera fatalmente incompleto, como una baraja sin Rey de Copas.
Hubo víctimas que se resistieron durante años, como Orson Welles. Otras, cayeron casi sin que hiciéramos nada, como King Vidor. Con Luis Buñuel, declarado prioritario, acordamos repartir cuatro ases de espada. Douglas Sirk fue un empeño personal mío y M…, que en aquella época ya estudiaba Arquitectura, me cedió su carta. Costó mucho conseguir la unanimidad para Tarkovsky, y finalmente G… accedió a cambio de nuestro voto para el discutible Bob Fosse. Truffaut, Preminger, Minnelli…, veté a Kurosawa y a Bergman hasta el final: me parecía imperdonable porque todavía hacían cine grandioso.
El Club se disolvió cuando las privadas se adueñaron del espectro televisivo. Haciendo balance no puedo sino concluir que cumplió su objetivo: cada as de espadas que se culminaba exitosamente significaba como mínimo la emisión en TVE de una obra maestra en homenaje al ajusticiado; en el mejor de los casos, todo un ciclo. Hoy suena exótico, pero así era. Gracias al Club de los Cinéfilos Asesinos, sus cuatro miembros, hoy inadvertidos padres de familia, poseen una educación cinematográfica tan ancha como el perfil de Alfred Hitchcock. Aunque eso personalmente no me importa nada; es mucho más decisiva la suma de todas las emociones sentidas, y no hay forma de medir tamaña enormidad.
En fin, ya está dicho, no hay mucho más que añadir. No sólo no me arrepiento, sino que lo volvería a hacer tantas veces como naciera.
Sólo hubo un nombre de los que merecían el honor de la capital pena que jamás se propuso: Luis García Berlanga. Cada uno tendría sus razones. La mía la puedo confesar ahora sin ambages: su forma de ver la vida – en sus obras maestras como “El Verdugo” y también en sus malas películas- tenía tanto que ver conmigo, con todos nosotros, que la idea de no tenerlo en el mundo hacía que éste estuviera fatalmente incompleto, como una baraja sin Rey de Copas.