Hay gente a la que no se le puede dar dinero. Romero rodó con cuatro duros, hace cuarenta años, una de las 10 mejores películas del cine de terror. La imaginación estaba al poder, y las carencias monetarias eran un estímulo. Y con tan poco, consiguió una cinta inquietante, de desolador realismo y opresiva atmósfera, entretenida como pocas, una cinta que estaba abocada a convertirse en un clásico.
Ahora, Romero quiere volver a explotar el filón. El problema es que ahora los actores tienen camerinos personales, el director rueda sabiendo que después hay una posproducción y los escenarios no se tienen por qué ver limitados al sótano de una casa. Y aunque Romero me quiera convencer de que esto es serie B, de que esto tiene sabor clásico, no me lo trago. Esto es una película condenada al olvido, hecha para las masas ávidas de sangre y sin ganas de que le calienten la cabeza. Porque además de una historia de zombies, La noche de los muertos vivientes planteaba una reflexión muy interesante que otorgaba a la película un trasfondo apocalíptico que ponía los pelos de punta. De eso aquí no hay nada. Ni por asomo.
Aquí hay una panda pegando tiros (con el insufrible Leguizamo) a muertos vivientes en un supuesto mundo postapocalíptico sin atractivo alguno. Sangre, eso sí, no falta, y tal vez sea lo único que se salva de la quema. Por lo demás, una cinta muy prescindible.
Mejor nos quedamos con La noche de los muertos vivientes, o con la más reciente Amanecer de los muertos.