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Voto de Mazaira:
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132.406
Drama. Fantástico. Aventuras
William Bloom (Billy Crudup) no tiene muy buena relación con su padre (Albert Finney), pero tras enterarse de que padece una enfermedad terminal, regresa a su hogar para estar a su lado en sus últimos momentos. Una vez más, William se verá obligado a escucharlo mientras cuenta las interminables historias de su juventud. Pero, en esta ocasión, tratará de averiguar cosas que le permitan conocer mejor a su padre, aunque para ello tendrá ... [+]
12 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todos los seres humanos construimos relatos. A medida que pasan los años y la vida se acumula sobre nuestras espaldas, uno ha de ser realmente fuerte para no vencer bajo su peso o dejar de negar y falsear lo vivido. Los relatos nos ayudan a resistir el peso de nuestras propias vidas. Todos los seres humanos construimos relatos, pero pocos logran ver sus vidas como algo extraordinario. A pesar de que todas las vidas humanas son extraordinarias, es sólo gracias a una extraña mirada -a la que podríamos llamar “la mirada de lo extraordinario”-, que la vida se revela para esas personas en toda su complejidad, en toda su magia, misterio y grandeza. Y esa perspectiva influye directamente en cómo tales individuos viven sus vidas, haciéndolas aún más extraordinarias, en oposición a lo que se esperaba de ellas. Los dos protagonistas de esta película, padre e hijo, tienen esta cualidad. Y no sólo eso, son capaces de transmitir esa mirada de lo extraordinario a los demás: son cuentacuentos.
Pero las diferencias entre el padre y el hijo se ponen de manifiesto desde el comienzo. Mientras que el padre es un narrador oral, intuitivo y carismático, con un profundo sentido de lo mítico; el hijo, apegado a lo terrenal, trabaja como periodista y todavía no ha descubierto todo su potencial. Entre ambos, hay una profunda herida.
La muerte del padre, como en los antiguos relatos, será el ritual de iniciación del hijo. Será la fuerza imparable que vuelva a unirlos y a enfrentarlos con sus destinos. La insofocable sed de atención y de amor del padre, que constituye la fuente de sus relatos, no deja sitio para su hijo, nunca lo hizo. Y Big Fish habla, casi sin quererlo, del daño que este tipo de padres hacen a su descendencia; por su inseguridad, por su insensibilidad y por su brutalidad; por su radical egocentrismo; por el vacío tan inmenso que tienen dentro que no son capaces de llenar. La metáfora del pez es muy acertada, pues son criaturas frías y escurridizas. Cuando tu padre es un gilipollas intentar cambiarlo no es una opción, así que el hijo tiene que salir corriendo. Sólo la enfermedad y la muerte volverán a unirlos. Lidiar con un padre emocional y físicamente ausente le ha cambiado la vida, pero ahora que él mismo va a ser padre, el hijo, no puede seguir eludiendo su realidad. Hay una profunda tristeza en el trasfondo de esta película que ni siquiera el tono infantil y amanerado de Burton logra maquillar, y que supongo proviene del libro original.
Siendo las tribulaciones del hijo tratadas sólo como detonante para conocer la historia de la vida del padre, el edulcoramiento de Burton no deja ni un resquicio para el dolor de la madre y nos la pinta como un abnegado ser de luz, en la tradición más rancia; volcada en su matrimonio y familia que se supone deben llenar su vida, entendemos que ha sido feliz al lado de este hombre; sus padeceres pocas veces son exteriorizados en nuestra cultura.
“Dicen que cuando conoces al amor de tu vida el tiempo se para”. Burton aprovecha aquí para presentarnos un amor de los de toda la vida, de esos que harían vomitar arcoiris a un unicornio y pondrían en cuarentena una central nuclear por sus elevados niveles de toxicidad. “Oh, I'll build you a kingdom in that house on the hill”, diría Buckingham. El amor en esta historia, como en tantas otras desde el principio de los tiempos, es sólo el combustible para la hoguera del relato. No es una aventura en sí mismo. Los anillos que unen a las parejas protagonistas se ponen y se quitan tal cliché social, como la conquista del otro, sin un atisbo de comprensión del significado. Y hay un mensaje transmitido literalmente desde el comienzo, un mensaje tradicional y machista: “el pez más grande del río es el que no se deja pescar”. Aquel que vive su vida a su aire recibe la mayor de las recompensas: una vida bien vivida. Pues, a pesar de luchar y de conseguir al amor de su vida que con tanta añeja galantería nos vende (síntoma de que no se lo cree), el padre, se la pasa huyendo de él. Porque, según esta historia, las aventuras que merecen la pena ocurren siempre lejos de casa; “the chase is better than the catch”, diría Kilmister. Era este un “privilegio” entonces reservado sólo a los hombres. Seres que, por muy lejos que vayan y por muy grandes aventuras que vivan, jamás conocerán el Reino de la Soledad, pues siempre tendrán a alguien esperándolos en casa. No se puede imaginar el autor, que la pareja, la verdadera pareja, la que no tiene nada que ver con anillos y matrimonios, es aquella con la que se pueden compartir las aventuras. Pero la arquetípica madre de nuestro cuento, por muy angelical que parezca, tampoco carece de responsabilidad en los sufrimientos del hijo ni en los suyos propios. En el mejor de los casos, su inconsciencia, su aquiescencia, su aplauso, la convierten indudablemente en cómplice del padre. Y ni todo el amor del mundo, ni toda la generosidad y dulzura, pueden salvar a los hijos de sus padres.
La obsesión por el tamaño de los peces y de los humanos quizás tiene que ver con el ego de los creadores, imprescindible para poder crear, destructivo a la hora de conservar lo creado. El ego del padre que estrangula al hijo construye gigantes descomunales, pero dóciles y tontos. En otros cuentos la variedad en el tamaño de los personajes ejemplificaba la magia del relativismo: eso que tanto teme la Iglesia Católica y con razón, pues es el principio de una mejor comprensión del universo y de unas relaciones más equitativas. Pero Big Fish no es Alicia y la brutal capacidad subversiva que puede tener la fantasía es desaprovechada por completo; trabajando, muy al contrario, en pos de la conservación del sistema. El cuentacuentos de Big Fish solamente quiere el aplauso. Nada de cambiar nada, nada de entender nada.
Pero las diferencias entre el padre y el hijo se ponen de manifiesto desde el comienzo. Mientras que el padre es un narrador oral, intuitivo y carismático, con un profundo sentido de lo mítico; el hijo, apegado a lo terrenal, trabaja como periodista y todavía no ha descubierto todo su potencial. Entre ambos, hay una profunda herida.
La muerte del padre, como en los antiguos relatos, será el ritual de iniciación del hijo. Será la fuerza imparable que vuelva a unirlos y a enfrentarlos con sus destinos. La insofocable sed de atención y de amor del padre, que constituye la fuente de sus relatos, no deja sitio para su hijo, nunca lo hizo. Y Big Fish habla, casi sin quererlo, del daño que este tipo de padres hacen a su descendencia; por su inseguridad, por su insensibilidad y por su brutalidad; por su radical egocentrismo; por el vacío tan inmenso que tienen dentro que no son capaces de llenar. La metáfora del pez es muy acertada, pues son criaturas frías y escurridizas. Cuando tu padre es un gilipollas intentar cambiarlo no es una opción, así que el hijo tiene que salir corriendo. Sólo la enfermedad y la muerte volverán a unirlos. Lidiar con un padre emocional y físicamente ausente le ha cambiado la vida, pero ahora que él mismo va a ser padre, el hijo, no puede seguir eludiendo su realidad. Hay una profunda tristeza en el trasfondo de esta película que ni siquiera el tono infantil y amanerado de Burton logra maquillar, y que supongo proviene del libro original.
Siendo las tribulaciones del hijo tratadas sólo como detonante para conocer la historia de la vida del padre, el edulcoramiento de Burton no deja ni un resquicio para el dolor de la madre y nos la pinta como un abnegado ser de luz, en la tradición más rancia; volcada en su matrimonio y familia que se supone deben llenar su vida, entendemos que ha sido feliz al lado de este hombre; sus padeceres pocas veces son exteriorizados en nuestra cultura.
“Dicen que cuando conoces al amor de tu vida el tiempo se para”. Burton aprovecha aquí para presentarnos un amor de los de toda la vida, de esos que harían vomitar arcoiris a un unicornio y pondrían en cuarentena una central nuclear por sus elevados niveles de toxicidad. “Oh, I'll build you a kingdom in that house on the hill”, diría Buckingham. El amor en esta historia, como en tantas otras desde el principio de los tiempos, es sólo el combustible para la hoguera del relato. No es una aventura en sí mismo. Los anillos que unen a las parejas protagonistas se ponen y se quitan tal cliché social, como la conquista del otro, sin un atisbo de comprensión del significado. Y hay un mensaje transmitido literalmente desde el comienzo, un mensaje tradicional y machista: “el pez más grande del río es el que no se deja pescar”. Aquel que vive su vida a su aire recibe la mayor de las recompensas: una vida bien vivida. Pues, a pesar de luchar y de conseguir al amor de su vida que con tanta añeja galantería nos vende (síntoma de que no se lo cree), el padre, se la pasa huyendo de él. Porque, según esta historia, las aventuras que merecen la pena ocurren siempre lejos de casa; “the chase is better than the catch”, diría Kilmister. Era este un “privilegio” entonces reservado sólo a los hombres. Seres que, por muy lejos que vayan y por muy grandes aventuras que vivan, jamás conocerán el Reino de la Soledad, pues siempre tendrán a alguien esperándolos en casa. No se puede imaginar el autor, que la pareja, la verdadera pareja, la que no tiene nada que ver con anillos y matrimonios, es aquella con la que se pueden compartir las aventuras. Pero la arquetípica madre de nuestro cuento, por muy angelical que parezca, tampoco carece de responsabilidad en los sufrimientos del hijo ni en los suyos propios. En el mejor de los casos, su inconsciencia, su aquiescencia, su aplauso, la convierten indudablemente en cómplice del padre. Y ni todo el amor del mundo, ni toda la generosidad y dulzura, pueden salvar a los hijos de sus padres.
La obsesión por el tamaño de los peces y de los humanos quizás tiene que ver con el ego de los creadores, imprescindible para poder crear, destructivo a la hora de conservar lo creado. El ego del padre que estrangula al hijo construye gigantes descomunales, pero dóciles y tontos. En otros cuentos la variedad en el tamaño de los personajes ejemplificaba la magia del relativismo: eso que tanto teme la Iglesia Católica y con razón, pues es el principio de una mejor comprensión del universo y de unas relaciones más equitativas. Pero Big Fish no es Alicia y la brutal capacidad subversiva que puede tener la fantasía es desaprovechada por completo; trabajando, muy al contrario, en pos de la conservación del sistema. El cuentacuentos de Big Fish solamente quiere el aplauso. Nada de cambiar nada, nada de entender nada.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Y es que todas las historias que conocemos desde niños guardan mensajes profundos que edifican nuestras vidas. Las historias que este padre cuenta esconden detrás la posición tradicional de la mujer, la defensa de la patria y sus valores: capitalismo, familia, guerra, hombría... Y lo peor de Tim Burton como cuentacuentos no es que no sea consciente de sus rancios mensajes -seguramente lo sea-, lo peor son la obviedad y la autoexplicación con los que los transmite; la poca confianza que tiene en su público. Sin embargo, Big Fish no deja de tener magia.
Nos habla de la capacidad de la ficción para acercarse a la realidad más que ninguna ciencia. El cómo la poesía, los cuentos, las leyendas, extraen de la vida una esencia que no puede ser manifestada de otra manera. Sobre la muerte y el único poder humano para hacerle frente: las palabras. Trata de la búsqueda del amor… De la seducción de esas palabras que es la mayor fuerza que existe y el arte más sublime. En un tiempo en que los mitos se han acabado; cuando es más fácil que nunca adivinar qué estará haciendo en este preciso momento el amor de tu vida, mirar el selular; cuando, a pesar de los avances tecnológicos, la luna está cada vez más lejos de nosotros; los relatos aún conservan su capacidad de mostrarnos nuestras vidas como reflejadas en el ojo de una bruja, de sanar corazones rotos por padres ausentes que huyen de sus realidades o demostrarnos que la sirena, realmente, nunca llegó a querernos del todo.
Los buenos relatos, los que bucean en aguas profundas, nos dicen que debemos amar a las personas sin llegar a conocerlas nunca del todo. Ahí está la complejidad y la calidad del relato que no tiene por qué ser comprendido totalmente ni siquiera por su propio cuentacuentos. Muchas veces, vivimos así por siempre jamás. "Yo te creía" le dice el hijo al padre con los ojos inundados. Las mentiras son la base de nuestras vidas y por esto mismo se tornan verdad. Ese patriarcado, tan inocente e inintencionadamente bien expuesto por Burton, resulta ser la mayor mentira y el peor enemigo de los hombres. Pero el padre se irá a su cielo personal entre los aplausos de todos -incluidos los del director y los espectadores-, sin haber entendido nada, ni su verdadero papel en las vidas de los que lo apreciaron, ni mucho menos el daño causado.
Sin embargo, la muerte literal y simbólica del padre representa el momento de la revelación del hijo de sí mismo y de quiénes eran en verdad sus padres. A través de este proceso de autoconciencia el hijo se reconcilia también con su padre y con lo que los une: su arte y su vida, irremediablemente unidos. Y este perdón será el clímax, pues sólo de la comprensión de la propia vida puede llegar la comprensión de la vida de los demás. El objetivo de esta transformación individual es poder construir una vida sin las taras ancestrales, sin reproches; ser el protagonista de su propia historia y no cometer los mismos errores que cometieron con él. “Don't waste your time always searching for those wasted years. Face up, make your stand. Realize you're living in the golden years”, diría Harris. El hijo, por fin, se convierte en padre; pero en uno de verdad, en una barrera de contención que protegerá de las más siniestras leyendas a su propio hijo y a los hijos de su hijo. El auténtico prodigio de la construcción del relato y de su comprensión íntima será que el hijo no se convierta en lo mismo que el padre. Aunque, en las profundidades de su piscina, siempre rondará un enorme pez negro.
Nos habla de la capacidad de la ficción para acercarse a la realidad más que ninguna ciencia. El cómo la poesía, los cuentos, las leyendas, extraen de la vida una esencia que no puede ser manifestada de otra manera. Sobre la muerte y el único poder humano para hacerle frente: las palabras. Trata de la búsqueda del amor… De la seducción de esas palabras que es la mayor fuerza que existe y el arte más sublime. En un tiempo en que los mitos se han acabado; cuando es más fácil que nunca adivinar qué estará haciendo en este preciso momento el amor de tu vida, mirar el selular; cuando, a pesar de los avances tecnológicos, la luna está cada vez más lejos de nosotros; los relatos aún conservan su capacidad de mostrarnos nuestras vidas como reflejadas en el ojo de una bruja, de sanar corazones rotos por padres ausentes que huyen de sus realidades o demostrarnos que la sirena, realmente, nunca llegó a querernos del todo.
Los buenos relatos, los que bucean en aguas profundas, nos dicen que debemos amar a las personas sin llegar a conocerlas nunca del todo. Ahí está la complejidad y la calidad del relato que no tiene por qué ser comprendido totalmente ni siquiera por su propio cuentacuentos. Muchas veces, vivimos así por siempre jamás. "Yo te creía" le dice el hijo al padre con los ojos inundados. Las mentiras son la base de nuestras vidas y por esto mismo se tornan verdad. Ese patriarcado, tan inocente e inintencionadamente bien expuesto por Burton, resulta ser la mayor mentira y el peor enemigo de los hombres. Pero el padre se irá a su cielo personal entre los aplausos de todos -incluidos los del director y los espectadores-, sin haber entendido nada, ni su verdadero papel en las vidas de los que lo apreciaron, ni mucho menos el daño causado.
Sin embargo, la muerte literal y simbólica del padre representa el momento de la revelación del hijo de sí mismo y de quiénes eran en verdad sus padres. A través de este proceso de autoconciencia el hijo se reconcilia también con su padre y con lo que los une: su arte y su vida, irremediablemente unidos. Y este perdón será el clímax, pues sólo de la comprensión de la propia vida puede llegar la comprensión de la vida de los demás. El objetivo de esta transformación individual es poder construir una vida sin las taras ancestrales, sin reproches; ser el protagonista de su propia historia y no cometer los mismos errores que cometieron con él. “Don't waste your time always searching for those wasted years. Face up, make your stand. Realize you're living in the golden years”, diría Harris. El hijo, por fin, se convierte en padre; pero en uno de verdad, en una barrera de contención que protegerá de las más siniestras leyendas a su propio hijo y a los hijos de su hijo. El auténtico prodigio de la construcción del relato y de su comprensión íntima será que el hijo no se convierta en lo mismo que el padre. Aunque, en las profundidades de su piscina, siempre rondará un enorme pez negro.