Prototipo de los posteriores formatos televisivos «Aquí no hay quien viva» y «La que se avecina», «La comunidad» se convirtió desde el día de su estreno en un pequeño fenómeno de masas, como suele ocurrir, por otro lado, con la mayoría de los films de este director. Tengo la sensación de que causan una especial fascinación en el espectador español porque sus planteamientos huyen de muchas de las esencias más tradicionales del cine nacional. Muchos consideran rancio a Fernán Gómez (a mí su cine siempre me ha gustado) y trasnochado a Berlanga (Dios nos diera un director de semejante inteligencia en nuestros días, una especie de Billy Wilder ibérico), y como muchos pueden estar ya hartos de los delirios autocomplacientes de Almodóvar o del cine más comercial (aunque a ratos profundo) de Amenábar, es entonces cuando Álex de la Iglesia se convierte en la mejor opción.

¿Para qué este innecesario introito?, se preguntará quien lea estas líneas. Porque suele ocurrirme que cuando me quedo indiferente o directamente indigesto (como en este caso) ante películas que causan furor en las masas se me da por reflexionar y por intentar encontrar ese factor que aglutina la adhesión popular, factor que por algún motivo sin duda se me ha escapado. Creo que «La comunidad» posee una idea de partida bastante acertada y atrayente e incluso que su desarrollo, basado en las motivaciones pecuniarias de esa colmena que habita el edificio, tiende hacia lo interesante. Lo malo ocurre, digamos, en la última media hora, cuando el director se entrega a una ola de violencia expuesta con total gratuidad y sin el más mínimo atisbo de lógica narrativa. Suelo tener algún que otro encontronazo con el cine que yo llamo «de despiporre», es decir, esas películas que desde una atmósfera más bien templada van subiendo la temperatura en un «crescendo» grotesco e inverosímil (me ocurre incluso con películas clásicas, como «El guateque», por ejemplo). Y «La comunidad», a mi entender, peca de eso y de algunas otras cosas, entre ellas de un evidente mal gusto.

Siempre es un lujo ver a Terele Pávez y a Sancho Gracia, y por eso quizá esta calificación algo mediana. También por algunos momentos de mérito, como la caída en la bañera o la escena inmediatamente anterior, donde el administrador cuenta los avatares de su intensa labor de vigilancia. En cualquier caso, me ha parecido una película desaforada y sin medida.

Regular.