Sobrevaloradísima película, cuyo atractivo pueda residir, probablemente, en tratar la adicción sin sutilezas. Puede que para la época resultara novedosa, pero, veinte años después, la originalidad y la novedad se disipan y lo que prevalece es una sensación repulsiva. Estética y técnicamente es un horror: ese modo surrealista de interpolar sonidos e imágenes puede resultar efectivo en un anuncio anti-drogas, pero en un filme de dos horas resulta desmedido, a la par que agobiante.
El argumento tampoco da más de sí. Efectivamente, este se construye a partir de un tema común: la adicción y se ramifica de distintas formas a partir de diversos personajes. La única adicción que aquí importa es la adicción a los sueños que tiene el personaje de Burstyn, por novedoso, por conmovedor. Burstyn está sublime: su dolor y desesperación traspasan la pantalla. Una lástima que la película no esté a su altura. Sin embargo, la subtrama de la adicción a las drogas no aporta nada, quizá por el desarrollo de sus personajes es, básicamente, inexistente; la de estos es una adicción superficial, por vicio, y aporta nada al desarrollo de la trama más allá de acrecentar la sensación de aversión en el espectador.