Como ya hiciera en la magnífica “La fortuna de Vivir”, Jean Becker vuelve a explorar en su nuevo trabajo cinematográfico las relaciones humanas desde la perspectiva de la amistad entre dos seres aparentemente antagónicos, pero que logran encontrar puntos comunes de encuentro y comprensión. A partir de la anécdota del reencuentro de dos compañeros del colegio, Becker deja fluir una película sostenida sobre lo que dicen y sienten sus protagonistas, acomodada en todo momento a un sólido guión aderezado por los paisajes que la cámara va trazando a manera de telón de fondo.
La película se sitúa, pues, en la tradición de ese cine francés mimado por Eric Rohmer y más recientemente por otros realizadores como Agnes Jaoui, donde la conversación prima sobre la acción propiamente dicha y los sentimientos de los personajes quedan al descubierto con un simple trazo. Sin embargo, este perfecto engranaje de sencillez no funcionaría si no hubiese unos actores que lograran darle forma. Baza que Becker vuelve a jugar aquí, como ya hiciera en la citada “La fortuna de Vivir”, a la que me remito de nuevo, con la complicidad de dos actores enormes y creíbles en todo momento como son Daniel Auteuil y Jean-Pierre Darrousin, bordando sus personajes sin hincharlos de retórica ni rizar el rizo de la interpretación.
Una película, pues, que discurre sin prisa, ensanchándose a medida que avanza y dibuja más claramente a sus protagonistas, motivo y pretexto de una trama sincera que sólo apela a las emociones sin recurrir para ello a trucos manidos ni recargados artificios. Becker vuelve con este largometraje a ese terreno donde ya lo vimos desenvolverse a sus anchas con tanta precisión, posando su apacible mirada sobre dos hombres que conversan y aprenden a conocerse más allá del azar de haberse encontrado de nuevo. Otra apuesta por lo sencillo en la era de la complejidad.