Al principio, todo era un sueño, todo portentoso, sublime, colorido, pleno de ilusiones y de esperanzas. Es lo que el protagonista, con su bien citado carácter flemático
y meláncolico, denominaba "ceguera". Después, compactada, motivada por una situación fortuita, o quizás no, la evocación de los años en que se desvelan las cosas tal cual son, los resentimientos, las frustraciones, los mutuos reproches, la intolerancia, la inconformidad,
los prejuicios y, sobre todo, la indiferencia, nos hacen cuestionarnos si nuestras decisiones vitales realmente han merecido la pena. En el medio de los acontecimientos, se intercalan pequeños visos de lucidez, se disipan por los resquicios del subconsciente, los verdaderos propósitos de toda vida, la búsqueda de la felicidad, la pretensión de recobrar lo que se creía perdido, la fe. El arte es una excusa. El tiempo, pese a todo, puede volver a dar a cada cosa el brillo iridiscente que una vez tuvo, su belleza, el valor subjetivo de lo que es único e irrepetible, su esencia original. La conciencia puede atisbarlas un poco y se confunde, por lo que se esfuerza desaforadamente por asirlas, pero por más que lo intente, las más de las veces vuelve el imperio del desencanto. Cuando dos almas son tan egoístas, no queda remedio. Es imposible ver las señales que nos circundan, los ínfimos prodigios, no del amor utópico, sino de la estabilidad, del equilibrio, de la condescendencia, de la compasión, de la convivencia, de la cofraternidad. Una pareja de ancianos atraviesa el atrio de una iglesia, firmemente tomados de la mano, sin decirse nada, solo sujetándose, apoyándose para que ninguno de los dos tambalee. Ese es el fin. ¡Bendita simplicidad!
Sería maravilloso el comenzar todo de nuevo, ser originales o, lo que es lo mismo, renacer...