Extraordinario este filme de Wilder, un auténtico homenaje, lleno de vitriolo, a los orígenes del Séptimo Arte, a aquellas espléndidas y fugaces estrellas que no supieron o no pudieron adaptarse al cine sonoro. Haciendo gala de su proverbial mala leche, el realizador ofreció los papeles principales a una actriz (Gloria Swanson) y a un director (von Stroheim) que habían sufrido en sus propias carnes el ostracismo de la industria y el público, tras haber alcanzado el respeto y la fama. Ambos están magníficos en sus respectivos roles: la Swanson, que aceptó encarnar a Norma Desmond tras haber rechazado el papel Mary Pickford, como la estrella acabada que sigue viviendo en un pasado que ya no volverá, resistiéndose, en su locura megalómana, a aceptar la realidad (impagables son su imitación de Charlot y su sobrecogedor primer plano final, auténticamente aterrador); von Stroheim, por su parte, que, por aquel entonces, sobrevivía como actor, como el antiguo director y ex-marido de la actriz, ahora su mayordomo y protector, un auténtico ejemplo de abnegación y amor, protegiéndola del mundo real que los olvidó y los ignora, pero que volverá a prestarles una morbosa atención al final de la cinta.

Pocas veces una película ha sido tan cruel y descarnada con sus propios protagonistas, arrojándoles a la cara un pasado glorioso y ya inalcanzable. Fernando Trueba dijo, al recoger su "Oscar" por "Belle Epoque" que Billy Wilder era Dios. En todo caso, fue un Dios terrible y vengador, nada caritativo con sus criaturas.