Permítanme que parafraseé trozos de alma de uno de los grandes:

Supe que todo había terminado
cuando te vi mover la cucharilla
despacio,
como si aquella tarde
separara el latido de la sangre
en lo oscuro
de aquella gris cafetería...
Miraba tu café
que removías con exquisito interés
como si de ello dependiera
tu destino
tu no decías nada, sonreías
pensando en una cita
un amor nuevo
y en mitad del silencio alguna frase
metralla de antiguos bombardeos
yo te lleve a tu casa
nos rozamos las caras
sabiendo que ya nada justificaría nuevas llamadas

Tras éste momento cada uno afrontaría sus fantasmas lo mejor posible, en la soledad de la barra de un bar; o lamiendo las heridas de todos los rincones de tu alma; quizá maldiciendo tu suerte y maldiciendo aquello que creíste eterno.

Pero… ¿qué ocurriría si jamás te hubieras tomado ese café?

¿Qué pasaría si esas conversaciones, ese olor, ese roce no se hubiera producido jamás?

Si tu vida fuera tan gris que la única alegría es la que te proporciona tu imaginación alebrestada por la idea de un nuevo amor a su lado. Porque no sabe de tí, pero tu no dejas de pensarla, de disfrutar del silencio litúrgico que en tu mente provoca su caminar.

Como siempre, lo importante no es la meta, sino el camino y el protagonista de esta historia sin miedo a reproches y moralinas tira por la calle de en medio para comenzar algo que sabe que tiene un gran no por respuesta; mejor agacharse uno que no sentir el peso de una bota sobre tu cabeza.

Su mente, vacía de realidad, sólo quiere que la quieran, forzar una situación, que ocurra algo, dejar de ser uno más, y ... dejar de serlo a su lado.

Un buen retrato de desesperación, miedo, amor y psicología. Donde las cosas no son negras o blancas, donde el cochambroso gris se pega a la piel del protagonista haciéndote formar parte de su desasosiego cada minuto.