Hacía tiempo que me había prometido a mí misma ver "Thirteen" cuando hubieran pasado los años necesarios para que fuese más un exorcismo que una catarsis, pero temerosa de encontrarme con algún tipo de violento revulsivo emocional, finalmente me ha resultado curiosamente inofensiva.

Vistas con cierta perspectiva el sinfín de burradas que van perpetrando nuestras protagonistas en nombre de un pavo de madre y muy señora mía, no son tan alarmantes como el tremendismo con el que Hardwicke lo refleja (sobre todo en ese excesivo final).

¿Autolesiones? Bueno, casi todas las chicas de mi clase aparecían con moratones, heridas y cortes autoinfligidos de vez en cuando por el mero motivo de hacerse las interesantes. ¿Drogas? Quién más y quién menos ha probado algo más que un canuto. ¿Anorexia, bulimia? A la orden del día. ¿Piercings y tatuajes a espaldas de los padres? Para aburrir. Y la madre es siempre enemiga, porque interfiere en el dominio autodestructivo que la adolescente ejerce sobre sí misma a falta de control sobre todos los vertiginosos cambios que van afligiéndonos a esas estupendas edades.

En "Thirteen", lo que debería ser drama toma tintes de tragedia griega y tampoco es para tanto. Un poco de paciencia, mucho cariño, algún psicólogo en un momento puntual y a esperar. La adolescencia es una enfermedad que se sólo se cura con el tiempo y nadie suele morirse de eso.

Por demás, la peli no está mal, es amena, cuenta con una buena interpretación de Holly Hunter y las niñas adolescentes (sin pasarse) y una acertada utilización de recursos visuales y sonoros logran crear una atmósfera invitadora a una nada complaciente retrospectiva por los peores años de nuestras vidas.

Recomendable, pero siempre que se vea con una saludable distancia.