En mi clase de matemáticas de octavo de EGB, teníamos a un profesor, Don Francisco, que cuando hacía un examen tenía una media de suspensos del 85%. Más o menos el mismo porcentaje de gente que se ha aburrido con esta película.

No faltaban el pequeño círculo de empollones que alegaba que el resto eran unos cazurros, que aquello de ene elevado a su puta madre era pan comido, que Don Francisco era un señor brillante e inteligentísimo y que el problema era nuestro. Ese año no aprobé matemáticas ni por potra, ni por Don Francisco ni por repesca: fue un anciano marino retirado quien con infinita paciencia y cariño me abrió el camino hasta las integrales y los logaritmos y que consiguió lo improbable, esto es, despertar en mí auténtico interés por una materia que hasta entonces siempre había detestado con todas mis fuerzas.

Desde entonces, la antipática megalomanía de Kubrick y sobre todo de esta obra se me ha atragantado como se me atragantaban las lecciones secas, autocomplacientes y egoístas de mi antiguo profesor: me es imposible admirarla o desear conocerla y entenderla. Y es que a lo mejor la genialidad no era hacer una obra para que disfrutasen aquellos que de por sí ya estuviesen predispuestos a lidiar con dura materia, sino despertar auténtico amor en la gente que nunca había sentido interés o ganas de entrar en ella.

No me queda más que dedicar estas palabras al señor Pedro Espada, que no era célebre, ni brillante, ni perfeccionista ni megalómano. Pero era un genio.