Jóvenes directores de cine como Brad Anderson se traicionan a sí mismos cuando quieren satisfacer por igual a los productores, a la crítica y a la taquilla. Eso es lo que pasa con esta película que tiene muchos méritos pero al final sucumbe ante el pop corn.
Porque resulta de mucho interés plantear el producto tal como se ve desde un principio, es decir cámaras de mano para los interiores que impactan cuando se usan dentro del tren, magníficos planos de exteriores cuando el transiberiano cruza la estepa, escenas muy bien ambientadas que contienen por sí mismas un agudo retrato social, una historia de suspenso creciente con actuaciones convincentes de los protagonistas y un discurso político apropiado que en conjunto producen la impresión de que este no es un tren cualquiera, a veces parece el tren fantasma, a veces una máquina del tiempo que nos hace cruzar por la Siberia de la época soviética o la de los zares con el Miguel Strogoff de Julio Verne incluido; lo cierto es que tenemos la sensación de viajar a través del pasado y presente de la madre Rusia que procreó tanta historia y tanta literatura también.
En ese contexto se inserta la historia que trata de un problema recurrente e institucionalizado en Rusia actualmente, la de las mafias criminales que trafican drogas.
Todo es satisfactorio hasta un poco antes del desenlace, cuando la acción parecía tener de “Crimen y castigo” con un policía acucioso y una asesina que no puede cargar con la culpa. Sin embargo, se acaban la intriga, las sutilezas, el suspenso, comienza el thriller de rigor, vienen las explicaciones y un final cómodo y estereotipado con una salvedad que no detallaremos y que se ve al final.
De todas maneras, vale la pena verla.