He visto pocas películas históricas con una puesta en escena comparable a ésta. Para que el espectador pueda sentirse dentro de la Casa Blanca, del Congreso de los Estados Unidos, o pasar por campos de batalla reales, sembrados de cadáveres, se requiere un trabajo previo muy serio y un talento formidable. Steven Spielberg muestra su rigor en la producción y su talento en la dirección.

Igualmente acierta la película en todo su reparto y caracterización. Con estos tres triunfos, la magia del cine funciona al 100% y augura ya que esta obra permanecerá como un clásico.

El argumento es una auténtica epopeya, más auténtica que las que se basan en la acción y en las convenciones de buenos y malos. Para conseguir la abolición de la esclavitud, el héroe no libra batallas ni utiliza la arenga sino que recurre a los medios prosaicos y constitucionales a su alcance; y, además, debe hacerlo frente a gran parte de la sociedad, que se siente perjudicada o piensa que todavía no ha llegado el momenteo de dicha reforma.

Este dilema entre lo correcto y lo políticamente conveniente se traslada con eficacia al espectador y, a mi modo de ver, da un valor de universalidad a la película. Al igual que la abolición de la esclavitud, las grandes propuestas de progreso siempre se han enfrentado a dos fuerzas, perfectamente retratadas en este film: la de los grupos de intereses que se ven perjudicados y la de los que dicen estar de acuerdo con el cambio pero creen que es prematuro.

Es evidente que tal planteamiento de película no permite un retrato humano más contrastado de su protagonista. Lincoln es tratado en modo hagiográfico, una forma que irrita a muchos buenos aficionados al cine. No obstante, la magnífica interpretación de Daniel Day-Lewis, carente de todo histrionismo, contrarresta este peligro.