Cuando se trata de urdir una trama netamente literaria en el telar del lenguaje cinematográfico con un talento tan en tela de juicio (y así sigo con la metáfora textil) como el de los señores Brian Klugman y Lee Sternthal, pueden pasar cosas como éstas.
Esta película, que podría calificar merecidamente como taciturna y responsorial, tiene destellos que son incapaces de iluminar la historia en su conjunto. Al final en la retina sólo permanecen las arrugas de los primeros planos de Dennis Quaid, el horripilante vestido de Olivia Wilde, la espléndida belleza de Zoe Saldaña, los pasitos de viejo encorvado de Jeremy Irons, que son un deja vu de los de “La casa de los espíritus”, y la boca entreabierta de Bradley Cooper, que es ya casi, su sello de identidad, al menos gestual.

Prescindible… al menos como película. Quizás como libro se salve.