Sólo hay una cosa que falla en esta película: su argumento. Porque todavía sigo preguntándome si lo hay por alguna parte. Polanski firma dos horas de calmoso desarrollo de una historia a la que tanto tiempo no le sienta demasiado bien. No es necesario semejante metraje para retratar (de forma soberbia, no lo olvidemos) la locura, el terror más irracional y oscuro.

Ni siquiera se necesita como (en este caso, fantástica) excusa una comunidad de vecinos formada por algunos individuos con espíritu inquisidor. No hace falta hora y media de desarrollo previo al intenso y demoledor tramo final.

Pero bueno, dejaré de repetirme y procederé a mencionar las enormes virtudes de El quimérico inquilino.

Su atmósfera progresivamente malsana, en todo momento inquietante... Polanski firma una dirección de auténtico genio, perturba con poco segundo tras segundo, juega con los sonidos, con esa escenografía tétrica en la que su personaje, realmente digno de recuerdo, se ve atrapado junto con el espectador.

En aspectos técnicos, la cinta es difícilmente mejorable; cada plano, con la ayuda de la banda sonora, sume al espectador en el calvario de Trelkovski.
Así, hasta llegar al ya mencionado tramo final, donde Polanski deja al terror campar a sus anchas por la pantalla, liberándolo de unas ataduras de las que debería haberlo despojado mucho antes. Ese tramo es el que recoge la verdadera esencia de la película y del terror psicológico: ilógico, paranóico, quimérico y, en este caso más que en ningún otro, sublime.