Cuentan que en las escuelas de cine actuales, los futuros directores demandan muy mayoritariamente ser enseñados a filmar con el ritmo de la serie televisiva “24”. Ciertamente, la velocidad de la acción, obtenida en la sala de montaje, es un rasgo del cine actual, aunque tal vez el hecho no lo desencadenara la televisión sino películas como “L. A. Confidential”.

“Twelve”, que transcurre a velocidad de vértigo, es un híbrido entre crónica generacional adolescente tipo “Singles” y una antítesis del retrato de bajos fondos que tan buenos filmes dio a la historia del cine. Antítesis, entre otras razones, porque aquí los protagonistas son los hijos de papá que pueblan las mejores casas de Manhattan.

Drogas, sexo, desorientación adolescente, descuido familiar, superficialidad, violencia, música juvenil, víctimas inocentes, soledad, desarraigo y la despersonalización de la metrópoli que tan bien recreara Lawrence Kasdan en “Grand canyon” y de cuyo nivel Twelve” queda bastante lejos, forman la línea argumental principal de una película que se va dejando ver.

Aunque finalmente afirme su origen y nos legue una moraleja a modo de peaje. Como en aquellas históricas y excelentes tramas de Hitchcock en las que la censura le obligaba a educar a sus conciudadanos en las secuencias finales mostrando la victoria del bien sobre el mal. Aunque de nuevo muy lejos de la excelencia de la trama del director británico.

En este aspecto, el cine americano actual recuerda terriblemente al cine del franquismo. Los que practican sexo están vestidos y si se caen, una casta sábana cubre sus cuerpos. Y es obvia la censura que limita el desarrollo de la trama.

Además de por la impresionante voz de Kiefer Sutherland y sin que ello sea un mérito cinematográfico, Twelve” es atractiva, por su aspecto visual y por su ritmo. Pero en lo que respecta a interpretaciones, novedad, personalidad, ideología… es una muestra de impotencia.