Los dos calificativos son de él mismo, que no míos. Y explica luego, con su sorna y desparpajo habituales, el efecto que causan en su vida. El tímido puede ser actor porque en el teatro no hay respuestas imprevistas de la otra persona ni de los que observan. La antipatía no es más que un recurso para mantener lejos a los pesados. Fernán-Gómez se ponde delante de la camara y va desgranando sus filias y fobias frente al hermano pequeño de quien le dirigiera 14 años antes en "Belle Epoque". A veces se oyen las risas de los entrevistadores, ante las "salidas" del divo. La puesta en escena es inexistente: una cámara y un busto parlante. Sólo el intercalado de fragmentos de películas o trozos de No-do, rompe mínimamente la homogeneidad. Por no haber cambios, ni siquiera se cambia el protagonista de camisa. El resultado es un producto que rezuma autenticidad y frescura. Se diría rodado en una tarde ociosa, tomando informalmente una copa en casa del entrevistado. Quizá hasta fue así. No puedo ser del todo objetivo al valorar las formas, pues la figura de Fernando se impone con tal fuerza que hace olvidar que se está viendo una película. Habla con la gracia y el placer del abuelo que ha encontrado quien le escuche. Es una biografía hecha de pinceladas gruesas, al estilo de "El último suspiro" de Buñuel. Podría achacársele una falta de orden y de método, la excasa referencia a su amplia obra; pero a cambio tenemos vida a borbotones en la voz de un cínico lleno de ternura y de verdad. El histrionismo, lejos de resultar falso e impostado, funciona como un rasgo más de la personalidad de este eterno aprendiz de señorito.