Un domingo por la mañana cualquiera, en un hogar europeo de finales de los ochenta, se produjo un diálogo que cambiaría la historia del cine:
- ¿Has visto qué bonito es el Sáhara? -dijo Bernardo blandiendo El Semanal-. Podríamos ir...
- Pues no sé yo de dónde vamos a sacar el dinero -respondió su mujer, mirándolo por encima de las gafas y el bocata de jamón.
- Cachis, maldita crisis... -dijo él, ladeando la cabeza y jugando con las miguitas del croissant. Pero tras unos largos segundos de mirada ensoñadora y despistada, añadió- ¿Y si me llevara la cámara y grabara cuatro cosillas para una película?
- Oño, es cierto, pero algo más deberías hacer para que colara.
- Deja, deja... de eso ya me ocupo yo. -Y sacó su troncomóvil (en esa época eran muy grandes), dispuesto a hablar con su agente.

Y hete aquí, oh sorpresa / oh dolor / oh campos de soledad... que Bernardo Bertolucci decidió irse de viaje y traerse un vídeo del Sáhara que, en lugar de visionarlo con sus más allegados (las formas de tortura evolucionan), decidió convertirlo en una película con todas de la ley.
Resulta, sin embargo, que por bonitas que sean las imágenes (espectaculares, ciertamente), la ausencia de un ritmo narrativo y unas interpretaciones creíbles la convierten en una película sosa, sin alma, que una vez más pierde la batalla con el libro que le sirve de guión.

En fin, que es una película sin demasiada chicha que poco aporta y se queda lejos de lo que podría haber sido.