Se trata de un perfecto drama, con un brillante guión, que va más allá de la historia de amor y odio entre un original trío de personajes. Una viuda (Susan Hayward) y su pequeño hijo (Dennis Holmes) cobran afecto a un empleado (Stephen Boyd) que les ayuda en los trabajos de una granja perdida en el bosque. Este parece comprensivo y caballeroso, pero cuando la mujer decide casarse con él todo cambia. Se desencadena un formidable y bien narrado conflicto entre el concepto que tiene el marido de la cobardía y la conducta moral del niño con los animales.
A partir de este momento entendemos que con la máxima sinceridad se puede estar equivocado al llamar cobarde al que se siente dolido ante la crueldad de la vida; que no es despreciable el que posee sensibilidad ante el dolor ajeno, ni mucho menos el que teme un peligro inesperado que amenaza destruirle.
La virtud máxima del film reside en el talento con que se desarrollan las pasiones enfrentadas, mediante situaciones de choque y diálogos de la máxima calidad. En especial se expresa en secuencias de alto voltaje el odio denso, rabioso que un niño bondadoso puede albergar hacia el que atropella sus sentimientos.
Además, la historia está ambientada en un paisaje estimulante, con árboles que se incendian, tormentas de nieve, ciénagas mortales, un río que se desborda... De manera que al drama se añade el espectáculo visual, en cinemascope y color.
Los protagonistas resultan perfectos, incluido el niño. No parecen ficciones, sino seres reales, capaces de pasar del amor al odio en una secuencia. De los secundarios destaca Theodore Bikel, el único personaje razonable del film.
Es absurdo hablar de machismo al referirse a este espléndido film de Henry Hathaway, pues la idea de la hombría y el valor de su principal protagonista masculino se deriva de un trauma psicológico, no de un concepto del matrimonio o de la paternidad.