El Cazador es una vuelta de tuerca al cine habitual de su director, que con gran inteligencia gira hacia el thriller sin dejar de plantear todo su imaginario habitual.

Marco Berger cuenta que él planea su puesta en escena, colocando la cámara en el lugar donde a él le gustaría estar para espiar la escena. Esta declaración de intenciones explica todo su cine. Sus planos llenos de miradas, silencios, sexualización de cuerpos de jóvenes en piletas, seducción homoerótica subterránea. Una estructura narrativa que juega con elipsis, fuera de planos, con las cosas que no se verbalizan, que se toma su tiempo, más interesada en la energía de las situaciones que en la narrativa de los hechos.

El Cazador va un paso más allá y es admirable cómo Berger arriesga saliendo de su zona de confort. Sus protagonistas son mucho más jóvenes (y resolutivos) de lo que és habitual en su cine. Asistimos a un juego de seducción entre adolescentes, que en un momento de la trama, gira hacia el thriller, jugando con la inversión de roles y planteando dilemas morales. El director rompe hábilmente la narrativa lineal y plantea conflictos internos entre sus protagonistas, más interesado en los sentimientos que las situaciones generan que en la resolución de los hechos planteados.

Berger es valiente al hablarnos de sexo adolescente y pornografía infantil sin salir mal parado. Trata a sus personajes con inteligencia y sensibilidad, y sabe utilizar fotografía y música de forma efectiva para potenciar las emociones. Miedo y calentura, emociones coherentes con el hecho de espiar.

En definitiva, un admirable ejercicio de estilo que consigue que el espectador reflexione sobre la heteronormatividad, el sexo adolescente, la pornografía y el grooming a partir de una trama sencilla, sensible y con una puesta en escena que juega con el imaginario habitual del cine de su director, Marco Berger.