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Voto de Sergio Berbel:
10
Drama La insoportable señora Goforth, propietaria de una isla en el Mediterráneo, pasa allí el verano, entre pastillas, histerias y el libro que está escribiendo. Un día, llega a su casa el poeta Christopher Flanders, que asegura que ella lo ha invitado. (FILMAFFINITY)
2 de marzo de 2024
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Totalmente desconocida por el gran público, no apta para todo tipo de paladares, rodada en 1968 avanzando algunas señas del próximo estilo setentero que estaba desembarcando con el Nuevo Hollywood, “La mujer maldita” es un film de culto que puede resultarte soporífero o insoportable o totalmente adictivo (es mi caso). Fascinante y lisérgica visión de la muerte a través de un guión profundo, vocacionalmente metafórico y oscuro de Tennessee Williams y una dirección de Joseph Losey onírica hundiendo sus raíces en las producciones de serie B de Roger Corman para la Hammer. Todo ello para reflexionar sobre la necesidad de aceptar la muerte como el último episodio natural de la vida. La propuesta no puede ser más atrevida y el resultado más opinable: a muchos les puede parecer horripilante, a mí me resulta embaucadora y me entusiasma, puro vicio inconfesable.

Hay dos cuestiones previas que llaman la atención en el film: por un lado, la escenografía de la misma, a medio camino entre la modernidad setentera que se aproximaba de forma imparable y cierto tono oriental que me parece una de las más grandes y enloquecidas direcciones artísticas de la historia del cine; por el otro, cierto tono intencionadamente cutre que Joseph Losey decide utilizar para homenajear a los clásicos de serie B de las Hammer y a Roger Corman (la imposible sangre de Richard Burton tras ser atacado por los perros es más serie Z que B y es gozosamente ridícula, creo de forma intencionada).

Obviamente, el resto de mi idolatría por esta difícil cinta se centra en otros dos elementos: el guión del mejor dramaturgo de la historia para mí, Tennessee Williams, adaptando él mismo una obra teatral suya de 1964 titulada “El tren de la leche ya no para aquí” y que había sido uno de sus primeros fracasos en los escenarios, es pura metáfora desde el inicio al fin sobre la muerte como episodio ineludible de todo proceso vital y el rechazo patológico a la misma que tenemos, especialmente cuando se presiente cercana; el otro elemento brillante son las interpretaciones de su pareja protagonista, Elizabeth Taylor y Richard Burton, excesivos e histriónicos, como corresponde a tamaño texto literario, increíbles e imposibles, pero mágicos.

Lo que se cuenta es una concatenación de simbologías sin descanso. Elizabeth Taylor interpreta a una señora mayor rica que vive apartada del mundo en una isla italiana en mitad del Mediterráneo tratando de culminar una autobiografía antes de que la enfermedad terminal que padece la obligue a abandonar la vida. En la isla es despótica e insoportable con todo el personal que trabaja para ella, a cual más peculiar y exótico, en una galería de imposibles secundarios que merecerían análisis aparte. A la isla llega Richard Burton, un guapo e irresistible maduro famoso por vivir de las mujeres a las que les queda poco para fallecer, motivo por el que es conocido en sociedad como “El ángel de la muerte”. La vieja rica vivirá, a partir de ese momento, en la encrucijada entre la fascinación y el deseo sexual que le produce el hombre y el miedo insuperable a la muerte, que ha llegado a dirigir su vida.

Estamos ante 113 minutos de pura metáfora, donde Elizabeth Taylor luce vestidos blancos imposibles de diseños fastuosos mientras que Richard Burton se pasea cubierto tan sólo por un kimono negro y una katana ejerciendo de ángel de la muerte. Los diálogos lucen la profundidad y densidad propia de Tennessee Williams, aligerados en este caso por un tono de humor negro y sarcasmo hiriente bastante intensificado.

Como no podría ser de otra forma, chirrían por estridentes tanto la adecuada música de John Barry como la setentera dirección de fotografía de Douglas Slocombe.
Sergio Berbel
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