Si en lugar de una película islandesa con cierto recorrido festivalero se hubiera tratado de un telefilm yankee la crítica la habría descuartizado. Y, desgraciadamente, es lo que es, un telefilm de sobremesa venido a más “Oro blanco”, uno de los grandes chascos de la temporada (y mira que la temporada se ofrece cargada de chascos en sesión continua).

Sobrevalorada película de Grimur Hákonarson, este film no tiene vocación de trascendencia ni en forma ni en fondo, es un mero entretenimiento previsible de usar y tirar con estética y esencia de telefilm de sobremesa sobre la lucha de una granjera islandesa contra la cooperativa que monopoliza su zona rural donde tiene una granja de vacas lecheras imponiendo precios y compras de productos a todos los ganaderos de la comarca.

Una cooperativa que nació de la unión de los propios profesionales de la zona para combatir mediante la unión contra las prácticas monopolísticas de las grandes empresas islandesas y que ha acabado por convertirse justo en eso mismo contra lo que nacía. Como planteamiento así narrado, la película promete, pero el problema es que no da nada más.

Inga es una madura ganadera que se queda viuda por un extraño accidente de tráfico en el que fallece su marido y compañero de trabajo en la granja de vacas. Se encuentra sola ante un mar de deudas y comienza a atar cabos hasta llegar a la conclusión de que ella, como el resto de ganaderos de la zona, es extorsionada por la cooperativa del lugar y decide plantarle cara asumiendo todas las consecuencias.

Típico relato de héroe/heroína contra el mundo a golpe de valentía que no se diferencia ni un ápice de otros tantos, con una caligrafía visual anodina y que nada aporta a base de fríos planos fijos sin trascendencia. Y mejorada, eso sí, por la omnipresente interpretación de la veterana actriz Amdís Hrönn Egilsdóttir, lo mejor de la función de lejos. Para este tipo de historias, te sigo recomendando a Elia Kazan, con menos empoderamiento femenino pero mucho más enjundia melodramática.