Este atípico duelo sobre ruedas, junto con el reto que un escualo lanza al trío protagonista de ‘Jaws’ son las dos pelis de Spielberg que más me gustan. Curiosamente, son las que le valieron el sobrenombre de ‘nuevo Hitchcock’. Por fortuna, en lo del suspense el director estadounidense está a años luz del británico, autor de media docena de buenas películas, pero no precisamente en las que la intriga es el ingrediente esencial.

En este caso, el joven Steven saca el máximo partido a una exigua disposición de medios: un roñoso aunque inquietante camión, un achacoso Playmouth rojo, la soledad de las inmensas carreteras norteamericanas y un par de cochambrosas gasolineras. El camión, que parece tener vida propia, es una máquina de matar rodante, cruel y ladina que se gusta en el puteo a la víctima, encarnada por un azorado Weaver que consigue transmitir la angustia a la que se ve sometido. Spielberg tira de trabajo de cámara, montaje afinado al milímetro y un argumento tan simple como efectivo: la modalidad acoso rodado llevada hasta el paroxismo.

Ya la había visto –lo cierto es que el final no sorprende demasiado-, pero he vuelto a retorcerme en el asiento, identificándome con el desgraciado conductor acosado. Un individuo abocado a un peligro que no entiende, que no ha buscado y que le deja solo ante la adversidad. Ahora es un camión, pero la amenaza puede acechar en las más variadas formas.

Un modesto telefilme que nada tiene que envidiar, más bien al contrario, a grandes superproducciones cinematográficas, que no ha perdido ni un ápice de fuerza y también una obra irrepetible por el momento en que fue rodada. Benditos móviles.