Los campos de concentración no sólo están detrás de una esvástica, o de una hoz y un martillo, ni los represores van siempre ataviados con botas militares y calaveras de plata en la gorra, o estrellas rojas de cinco puntas. A veces la anulación del individuo más sistemática y despiadada se esconde tras los muros de una institución religiosa, y los agentes del terror y la humillación se escudan en un sencillo hábito monacal y el símbolo de la Cruz.

La traumática experiencia vivida por tres jóvenes irlandesas, recluidas en un centro de trabajo femenino regentado por unas dulces monjitas en los años sesenta, es la historia que cuenta la película. Con altibajos evidentes y una indisimulada tendencia hacia el efectismo, no deja de ser un acercamiento interesante y necesario a la verdadera cara de algunos centros religiosos, tan escandalosa como frecuente en los últimos años en los medios de todo el mundo. Un universo de hipocresía e inmoralidad parapetado detrás de un ideario que en su origen se parece a lo defendido por el Vaticano lo mismito que un huevo a una castaña. Los trapos sucios no siempre se pueden lavar en casa.

Gentuza.