Como bien dice el Listo (magnífica crítica, por cierto; leedla), una croqueta. Aunque yo, en esta ocasión, me decantaría más por el vocablo francés croque-monsieur*. Más que nada porque el vocablo croqueta me resulta demasiado castizo y esta peli, a mi juicio, se merece un tratamiento más -digamos- refinado. Un tratamiento que le otorgue a la obra de Sautet ese oportuno y necesario toque de distinción que tan elegantemente maquilla y disimula cualquier atisbo de carencia, de mediocridad, de mácula. Los mismitos atisbos que a mi entender –y a pesar de los pesares- desvela “Un corazón en invierno”. La croqueta que se disfrazó de croque-monsieur… y fracasó en su cometido.

Mis razones son obvias. Para empezar, Sautet dispone -sobre el papel- de una serie de ingredientes (Francia, lluvia, violines, música de Ravel, Emmanuelle Béart…) de primerísima calidad. Ingredientes con los que cualquier tuercebotas sería capaz de armar un romance de tres pares de cojones. Pero lo más gracioso es que, todo y con eso, Sautet no lo consigue. Y no lo consigue porque lo que se interpone entre lo que es y lo que podría haber sido “Un corazón en invierno” es Stephane, el prota. Un tipo que deambula toda la santa peli con cara de pipa amarga y que nadie, absolutamente nadie, sabe a qué juega. Sobre todo cuando rechaza a Camille (Emmanuelle Béart). Una bellísima y talentosa violinista a la que ningún hombre, en su sano juicio, podría desdeñar. Máxime cuando Sautet no da a entender, en ningún momento, que el tal Stephane esté como un cencerro, tenga otra mujer… o sea gay. Las tres únicas razones por las que el incomprensible rechazo de Stephane podría haber tenido algún sentido.

Croqueta o croque-monsieur, lo que tengo claro es que quizás “Un corazón en invierno” podría haber sido el mejor romance de los 90… pero no lo fue.

*sándwich asado y gratinado elaborado con pan de molde, jamón cocido y queso. Existe otra variante, el croque-madame, que incorpora un huevo frito.