Dentro del saturado mundo del cine de animación, “Río” tiene ese indescifrable factor X, esa peculiaridad sin nombre, ese elemento imposible de caracterizar, que la sitúa un peldaño por encima de la media y la hace sobresalir lo justo para recordarla con el transcurso de los años, cuando el tiempo hace que el todo el resto de películas animadas se vuelvan borrosas y se diluyan en un batiburrillo de imágenes, escenas y personajes del que es imposible separar títulos concretos. En este caso, puede que ese principio mágico estuviese relacionado con su capacidad para inundar la pantalla de colores vivos con elegancia y sin estridencias, o quizás con su habilidad para colocar unos cuantos chistes afortunados, o a lo mejor con cierta sagacidad para localizar la trama en ubicaciones pintorescas sin que la trama resulte forzada, o tal vez con una banda sonora de gran nivel o puede que diera con la tecla escribiendo una historia optimista que ensalzara conceptos como el amor, la lealtad o la amistad sin resultar empalagosa o sin dejar de resultar divertida.

O, probablemente, lo que llamamos factor X fuese en realidad la suma de todos esos factores potenciado con la frescura de una idea bastante original en la que se percibe el trabajo de varios años buscando la oportunidad de llevar una idea a la práctica. Pero el caso es que “Río” deja huella en el ánimo y en la memoria. Incluso con el paso de los años, aunque los detalles y el argumento se van difuminando, sigue estando asociada a sensaciones de calor, de exotismo o de amabilidad que mejoran el estado de ánimo. Lo bueno del factor X es precisamente eso, que es desconocido. Se tiene o no se tiene, ni se puede copiar ni es hereditario (tuvo una segunda parte bastante olvidable) y anima a dar oportunidades a todas las películas sin prejuzgar porque donde menos te lo esperas te puedes llevar una sorpresa. Como pasa con esta “Río”.