No recuerdo mucho del mus. El cliché dice que es el juego por excelencia de los universitarios y que puedes salir de la universidad sin haber aprendido nada, salvo jugar al mus. Yo aprendí por socializar y pasar algunos ratos muertos en una facultad en mitad de un monte gallego, aunque no pasé de aprender las reglas y las formas de puntuar. Lo que sí me quedaron fueron algunas rimas elementales como esa de «jugador de chica, perdedor de mus», perfectamente aplicable al cine. Se trata de una expresión para definir a jugadores timoratos que no se deciden a echar el resto en las grandes apuestas y prefieren asegurar jugadas de menor valor.

“Vidas al límite” encaja en ese concepto, una película sencilla y barata (para lo que en Hollywood se entiende por barata), en la que predominan los discursos y los diálogos sobre la acción o la trama. Por mucho que presuma de contar con Christian Bale de protagonista, la película se reduce a mostrar a unos pobres diablos conduciendo sin rumbo por Los Angeles mientras parecen vivir una especie de paranoia en lo que no pasa de ser un continuo chau chau lleno de ironía y de un supuesto (e incomprensible) humor negro que no va a ninguna parte. “Vidas al límite” gira en torno a la exaltación de la figura del perdedor como vínculo empático con un tipo de espectador con el que no me identifico. No se arriesga a contar nada, simplemente discurre de un extremo de la ciudad a otro mientras un parloteo incesante y el repertorio gestual de unos protagonistas desatados tratan de evitar que percibas su intrascendencia.

Si no estuviera rodada con un ritmo tan alto (o tan alocado, según se mire) diría que parece hecha para ser presentada en algún concurso y confiar en que alguien de la crítica le quiera encontrar el sentido que ni director ni productor ni intérpretes consiguieron darle. Aburrida e insustancial, juega a la chica y exige demasiada inversión en tiempo y esfuerzo para lo que reporta.