No sólo es que a Mel Gibson le vayan pensando cada vez más los años, como nos pasa a todos, sino que le está tocando vivir un final de carrera caracterizado por gustos y tendencias extremadamente cambiantes que cada vez cuesta más entender lo suficiente para adaptarse a ellas. Los roles en los que habitualmente destacaba, cada vez son menos demandados cuando no, directamente, denostados como reliquias decadentes de una era de violencia y agresividad de la que hay que pasar página cuanto antes. Y luego está el tema de la edad, el hecho de que ya no se pueden decir ciertas cosas y que encima haya que decirlo de según qué manera y con según qué tono, no sea que alguien se sienta violentado. Pero, probablemente, lo más complicado para un tío como Gibson sea encontrar las fuerzas necesarias para reinventarse y aceptar lo que le ponen sobre la mesa, cuando no tiene ninguna necesidad alimenticia y podría vivir perfectamente de las rentas obtenidas con sus papeles míticos de los años noventa o esas joyas que nos dejó tras la cámara como “La Pasión” y “Apocalypto” (vale, sí, también “Braveheart”, aunque para mí esa ya es más comercial).

“Blood father” supuso el regreso de Gibson tras unos años de parón mitad obligado por temas de recuperación personal, mitad obligado por un boicot de los habituales mediocres que quisieron ajustar cuentas cuando le vieron vulnerable y es de las últimas películas en las que le dejaron ser él mismo en un extremadamente violento y sangriento thriller de acción, plagado de las mentiras y venganzas que a él le gustan. No es una película agradable. Se empeña en sacar lo peor de la gente en un traicionero y sucio mundo de criminales, donde nadie tiene empacho en engañar o matar para obtener lo que quiere. No hay perdón ni olvido. No hay amigos ni personajes que sean un modelo de virtud con los que identificarse, así que hay que estar preparado para que el protagonista que te gusta tenga comportamientos poco edificantes. “Blood father” desprende realismo tanto en la acción, con peleas y tiroteos crudamente brutales, como en las consecuencias de los actos de cada uno, de modo que no conviene encariñarse con nadie porque la gente de la película suele acabar tan mal como se espera de acuerdo a la vida que llevan.

Incómoda, fea, sucia y, a la vez, natural en su sencillez. Gibson regresó con una contagiosa energía que hace imposible dejar de verla una vez que empiezas.