“Una historia casi divertida” es como esos chistes o mónologos de humor edgy, bestia, que te hacen gracia y no sabes si esa gracia es señal de salud mental, de ser capaz de aceptar y reirte de la transgresión, o señal de que es el momento de pedir ayuda porque tienes algo podrido en el interior. Cuesta cogerle el punto. Exteriormente, todo es positivo: una película de psiquiátricos, depresiones y otros trastornos mentales bien realizada, con diálogos de cierta chispa y, oh sorpresa, con el habitualmente absorbente y estomagante Zach Galifianakis en modo contenido y muy integrado en la película en lugar de tratar de apoderarse de ella. La película contiene toques de viajes de iniciación, rebeldía, primeros amores y aventuras de mecha corta, por lo que se hace agradable y optimista.

Pero, paradójicamente, su problema es precisamente ese: que tiene demasiado éxito en hacer comercialmente alegre una película que toca temas demasiado sensibles y a la que, la cruda realidad, se empeña en dejar como una edulcorada y conveniente ficción. Si te paras a pensarlo, su mensaje puede resultar controvertido, como que la depresión es bella o la esquizofrenia una bendición. Puede haber ciertas mentalidades o ciertas edades influenciables que saquen la conclusión de un centro de salud mental es un sitio de ocio donde encontrar a tu mejor amigo. Por eso son tan complicadas de valorar este tipo de películas y por eso suelen dejar buenas sensaciones con un poso incómodo o malas sensaciones con un regusto dulce. En este caso, más lo primero que lo segundo, pero algo se me atraganta.