Una de las cosas que más me gustan del Cine es que se da la circunstancia de películas espectacularmente trabajadas en los aspectos técnicos, que son objeto de masaje permanente de la crítica profesional y a las que el espectador más tiquismiquis no puede ponerles una objeción… y sin embargo no terminan enganchando y son menos entretenidas que esos programas de Neox y Mega con subasteros horteras (Randy y Bonnie, Kevin, Daelyn y Yoster…) que recorren la América profunda pujando por contenedores sin dueño. Es fácil reconocerlas porque empiezas intentando buscarle defectos, luego te revuelves en la butaca, incómodo, y cuando no encuentras la postura empiezas a acariciar poco a poco el móvil, luchando contra la tentación de desbloquearlo y mirar el correo, el Twitter o el Tinder (oye, allá cada uno).

Otras sin embargo, como esta “El marido de mi hermana”, son una patochada amable, blanda, familiar, simpática, buenrollera que tienen cuando la anuncian piensas que es parecida a esas películas sueco-alemanas de los sábados por la tarde que están muy por debajo de tu nivel y que los tiempos en que los nombres de Jessica Alba o Pierce Brosnan significaban algo ya pasaron. Pero el caso es que empiezas a verla y ciertas cualidades intangibles te hacen darle «cinco minutos más» para ver «en qué queda la cosa». Y cinco minutos por aquí y cinco minutos por allá y te terminas quedando hasta el final.

Sinceramente no encuentro motivos para recomendarla, ni para destacar nada en ella, ni para defenderla de los agresivos comentarios de los profesionales de la crítica, pero el caso es que su fórmula me funcionó. Pasé un rato agradable y entretenido, casi todo el tiempo sonriendo.