Hay maestros de la elipsis como John Houston o John Ford capaces de narrar una historia (o gran parte de ella) sin decir una palabra, solamente con detalles, indicios, insinuaciones o precisamente a través de lo que no se cuenta. Su maestría reside precisamente en la capacidad para que lleguemos nosotros solos a las conclusiones o que rellenemos la parte de la historia que falta, con una mínima ayuda quizá, sin perdernos por el camino.

Subrayemos lo de “sin perdernos” porque comenzar la historia en mitad del tiempo y del espacio, un tiroteo aquí, una perseción allá, saltar de Suecia a Italia y que hayan pasado veinte minutos sin saber qué estamos viendo está al alcance de cualquiera… incluso de Antón Corbijn, sin ir más lejos. Afortunadamente contaba con la superclase de George Clooney como reclamo para evitar deserciones y darle una oportunidad a la película a ver si mejora o se vuelve comprensible… lo que ocurra primero. Ni una cosa ni otra, pero llega un momento en que la historia se estabiliza y sin terminar de resultar interesante, las cosas empiezan a tener sentido. Y las penas con Clooney son menos penas, para qué negarlo: su interpretación da una cierta credibilidad a un Bond artesano, un Bourne desencantado, un ronin de la desesperanza, un León que conoce de antemano su destino de condenación y sale a su encuentro sin miedo, solo con una leve amargura maldiciendo su suerte.

“El americano” es más de lo que parece y menos de lo que aparenta. Ilusiona visualmente y por momentos empatizamos con la historia, queremos creer que la redención es posible… pero decepciona en la resolución del desenlace y sobre todo en las escenas de acción. No es que haya pocas (que es cierto) como dicen muchos, es que resultan infantiles para los estándares del cine de hoy.