Alejandro Agresti se pone autobiográfico y desnuda sus recuerdos de niñez en esta bonita, agradable y también trágica historia cargada de nostalgia. Juega con acierto a despertar la añoranza por las calles, los parques y la escuela del barrio, por las gamberradas con los amiguetes, por la curiosidad por el sexo opuesto, por los olores y sabores de las recetas de la abuela...

El alter ego del director es el alma de la película. Una revelación llamada Rodrigo Noya, un pequeño Woody Allen de 9 años, ingenioso, simpático, con inteligencia de adulto y unas enormes ganas de encontrar cariño y descubrir el mundo. Los secundarios también lo clavan aunque muchos de ellos no aparezcan más de dos escenas, como el padre del chaval, papel que se reserva el propio Agresti.

La historia encierra una emotividad que bebe por igual de la efectividad de los buenos guiones de Hollywood y del mejor cine costumbrista europeo, especialmente de películas como "Cinema Paradiso". Se echa de menos finalmente una mayor ambición, un no restringirse a esos 80 minutos que se quedan escasos, que parecen resisitirse a superar el carácter de anécdota.