En una película en la que la clase media blanca norteamericana sale retratada tal cual como era en los años cincuenta, tenemos que resignarnos ante un escaparate fidedigno de la realidad del caso concreto de una pareja, blancos de clase media, eso ya lo he dicho, que se enfrentan a una enfermedad del padre que tiene muy mal pronóstico. En esos años cincuenta los negros y los blancos no se mezclaban, todos eran heterosexuales, católicos de a misa los domingos y sus vidas transcurrían de aburrimiento en aburrimiento, si es que hasta el propio Mason ya lo dice antes de enfermar: somos una pareja sosa. Seguro que follan con la luz apagada. Y con calcetines.

Siento decir que el Mason que me pone es el alucinado, el que se ve trastornado por una medicina a la que Nicholas Ray no quiso poner nombre pero que le obligaron a nombrarla, todo para que quede bien denunciado: cortisona, con nombre y apellidos, fórmula química y efectos secundarios. Cuando Mason se chuta esas pastillas deja de ser él mismo, se convierte en una máquina alterada capaz de todo. Y ella, qué decir de ella, simboliza el amor y el triunfo del matrimonio. Juntos hasta donde sea y con todas las consecuencias.

A mí me ha gustado menos que la mayoría. Ya lo he dicho, el Mason desquiciado y loco mola más. A pie de cama en ese final de babilla todo queda claro, las intenciones de la película quedan más que claras. Mientras, el único negro que aparece es el que está fregando el suelo del pasillo del hospital.