Pocas veces he reído tanto mientras alguien pretendía a toda costa que mis párpados no fueran dique suficiente para contener tanto impostado sollozo, tanto febril lamento, tanto melodramatismo profiláctico...
La última y primera película de Russell Crowe es apenas una lágrima en el desierto, un diminuto azucarillo en un océano inmenso, una frágil grulla de papel volando en medio de un sonoro y violento huracán. Pese a los incesantes esfuerzos del director por hacer un drama de lo más conmovedor, lo cierto es que, desde el inicio, al film le faltan manos y tiempo para demostrar lo fuerte que puede abrazar a las plañideras, que a buen seguro, habrán encontrado lo que buscaban en su sabática visita al cine.
La atención puede mantenerse apenas unos minutos, muy por encima de la credibilidad de la cinta, que se pierde al cabo de pocos segundos. Ni el cuento de la alfombra, la historia de la tormenta o la ilusoria tragedia familiar, suponen más de una brizna de la esquelética entelequia prosaica y vacua, potenciada a través, eso sí, de un bonito envoltorio con sus fosforescentes brillos de latón.
Pero no es mucho más. El lento y renqueante deambular de Crowe por la indómita estepa turca resulta tedioso y poco interesante. El amor por la pretendida y desdichada top model que limpia letrinas en un hotel de segunda no se lo cree ni el somnoliento apuntador. La historia de los hijos intenta ser Salvar al Soldado Ryan 2.0 y se queda en Liberad a Willy, aunque el único cetáceo que salga en pantalla sea un Crowe muy venido a menos...
Deléitese con las pretendidas epopeyas fílmicas que caen en el despropósito crónico y en la más mediocre de las banalidades. El ocaso de la lejana, calamitosa e histórica Galípoli alcanza su zénit con una previsible sucesión de golpes bajos que, lejos de llegar al corazón del espectador, acaban impactando en lo más hondo de su páncreas, diabético de tanta azucarada escena sentimentaloide.