Procedente de una familia con arraigo cultural, su padre fue escritor y guionista, así como director del teatro nacional de Hungría, Ladislao Vajda aprendió el oficio de cineasta desde el escalón más bajo para ir ascendiendo como ayudante de montador y fotografía, aprendiendo el oficio con la práctica y no, como es corriente hoy en escuelas, tras trabajar en varios países aterrizó en España para ofrecernos un puñado de películas inolvidables, que se pasan por televisión últimamente. Todas ellas destacan por la calidad artística, su humanidad y sentido moral como esta conmovedora historia neorrealista madrileña. Una fábula moral sobre perdedores desahuciados y desesperados que se resisten a perder su dignidad y orgullo para ser absorbidos por la delincuencia y la amoralidad.

Tras un excelente prólogo de imágenes encadenadas en el que una carta va pasando de una dirección a otra y de un cartero a otro, mientras apreciamos un paisaje urbano progresivamente deteriorado, lo que demuestra que el destinatario de la misiva ha ido descendiendo hasta la pobreza más absoluta que le lleva a malvivir en una chabola. “Mi tío Jacinto” narra el devenir de un ex novillero alcoholizado, Jacinto (un magistral Antonio Vico) y su sobrino Pepote (un angelical Pablito Calvo) a lo largo de una jornada en un Madrid donde la supervivencia era casi, un sinónimo de la práctica de la picaresca y el estraperlo, una especie de cuento dramático pero sin cargas las tintas en la lágrima fácil, que nos recuerda por su arrebatadora fuerza visual la obra maestra “EL chico” de Chaplin, aunque mucho más contenida. Pero también un film con muchas lecturas solapadas: la pobreza, la familia y el entorno social, la tristeza y la amargura.

Tío y sobrino consumen la jornada pululando por sobrevivir pero siempre desde la dignidad, buscando afanosamente cómo conseguir 300 pesetas que le permita alquilar un traje de luces para que el malogrado Jacinto pueda revivir esa noche, una “charlotada” que se celebra en el coso de Las Ventas, trabajo por el que le han ofrecido 1.500 pesetas, cantidad considerable para quienes viven deshaciendo colillas y vendiendo a peso el tabaco así obtenido. “Mi tío trabaja en lo que puede, como yo”, afirma solemnemente el entrañable Pepote a los policías, un niño que más que ser cuidado por su tío, resulta todo lo contrario, es el niño el que se preocupa por la desgraciada vida de un hombre hundido que ni siquiera vale para delinquir.

Esa búsqueda con paradas en el parque de El Retiro y en El Rastro, permite a Vajda componer un patético cuadro costumbrista de aquella sociedad de los años cincuenta, cercano al cine italiano de entonces como “El ladrón de bicicletas”. En el que late tanto la tradición picaresca literaria española, como un ancestral sentimiento trágico y pesimista de la naturaleza humana. Donde aparecen una variada galería de personajes, desde prestamistas a timadores, desde vagabundos a policías, de vendedores ambulantes a músicos de organillos castizos que pasan el plato para recaudar unas “perras gordas”. Pero la oferta de trabajo supone para Jacinto mucho más que dinero: supone recuperar, aunque sea temporalmente, la dignidad perdida; por ello, conseguir esas 300 pesetas se convierte en un itinerario moral y físico, destacando un valor y coraje con la vital ayuda de su inseparable chiquillo. La ternura y el cariño de ese tío y su sobrino se nos presenta de forma admirable, que consigue emocionarnos profundamente.