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10
8,2
39.382
Ciencia ficción. Drama
Futuro, año 2000. En la megalópolis de Metrópolis la sociedad se divide en dos clases, los ricos que tienen el poder y los medios de producción, rodeados de lujos, espacios amplios y jardines, y los obreros, condenados a vivir en condiciones dramáticas recluidos en un gueto subterráneo, donde se encuentra el corazón industrial de la ciudad. Un día Freder (Alfred Abel), el hijo del todopoderoso Joh Fredersen (Gustav Frohlich), el hombre ... [+]
29 de marzo de 2022
8 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el lejano año 2000 (¡estaban en 1927!) la dialéctica de clases ha cristalizado también en sentido geográfico: «los de arriba» viven en la superficie terrestre, mientras que «los de abajo» habitan ciudades subterráneas soportadas por los edificios, que hacen las veces de columnas (o barrotes). Los obreros expresan su condición humilde y humillada descendiendo (aún más) cabizbajos (sin esperanza) a las profundidades terrestres. Sus andares recuerdan tanto a zombis como a robots. Y es que, de hecho, como los primeros, son muertos vivientes, vivientes que están muertos de agotamiento durante su poco tiempo libre; y, como los segundos, son despojados de su condición humana, alienados, tratados como meras máquinas que operan con otras máquinas. Sin embargo, en el corazón del subsuelo, en las catacumbas, late el fulgor de la esperanza (allí se reúnen los obreros con la lideresa de la rebelión: María).
«Metrópolis», aunque muda, no deja de ser una película enormemente expresiva, pues encuentra vías alternativas de expresión en el histrionismo de sus personajes (algo que nos sitúa automáticamente en las butacas de un teatro) y en la banda sonora de Huppertz. Su música abraza a los amantes durante el beso furtivo en las catacumbas, espolea al espectador con su cambio de ritmo durante la persecución inmediatamente posterior y consigue inquietar cuando Freder se va introduciendo, en búsqueda de María, en la casa de Rotwang, tan laberíntica como mágica (sus puertas se abren y cierran como si fueran conscientes y pretendieran atrapar a Freder).
«Metrópolis», aunque muda, no deja de ser una película enormemente expresiva, pues encuentra vías alternativas de expresión en el histrionismo de sus personajes (algo que nos sitúa automáticamente en las butacas de un teatro) y en la banda sonora de Huppertz. Su música abraza a los amantes durante el beso furtivo en las catacumbas, espolea al espectador con su cambio de ritmo durante la persecución inmediatamente posterior y consigue inquietar cuando Freder se va introduciendo, en búsqueda de María, en la casa de Rotwang, tan laberíntica como mágica (sus puertas se abren y cierran como si fueran conscientes y pretendieran atrapar a Freder).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Después del encuentro de Freder con María en las catacumbas, Rotwang persigue a esta última, la secuestra y la lleva a su laboratorio, donde tiene un antropomorfo «ser-máquina» al que quiere dar una apariencia idéntica a la de María (y, así, poder suplantarla). El laboratorio de Rotwang recuerda, por sus haces de hilos que se pierden en las alturas y por su red de matraces y frascos interconectados, a ciertas pinturas de Remedios Varo. En todo caso, Rotwang consigue su objetivo: el «ser-máquina» acaba resultando idéntico a María y es enviado a las profundidades para acabar con la rebelión que dirigía su «alter ego» humana. Pero antes, el «ser-máquina» es presentado a la flor y nata de la sociedad, momento en el cual Freder entrevé a la Muerte, rodeada de los siete pecados capitales, silbando sobre un hueso como si fuera el flautista de Hamelín. Más tarde, el «ser-máquina» desciende hasta las catacumbas para enardecer a las masas obreras, buscando que éstas cometan actos violentos que legitimen una reacción sin cuartel por parte de la burguesía. Los obreros, frenéticos, guiados por el «ser-máquina», se dirigen hacia las máquinas para «matarlas». Mientras tanto, con algo de fortuna, María consigue escapar de la casa de Rotwang (la cual, por lo demás, trae a la memoria la casa de la bruja de Hansel y Gretel; eso sí, perdida en un bosque de hormigón) y se decide a bajar a la ciudad subterránea (al tiempo que su «doble» huye sin ser visto). La «máquina-corazón», víctima del furor obrero, después de agonizar entre chispazos, «muere», y ello provoca la inundación de la ciudad subterránea. Los obreros, al advertir las consecuencias de sus acciones, buscan a María (en realidad, al «ser-máquina»), a quien culpan de la desgracia por haberles enardecido, para matarla; sin embargo, a la que encuentran es a la verdadera María, que había estado, momentos antes, salvando del ahogamiento a los hijos de los obreros. Con todo, dado que, por casualidad, las dos Marías cruzan sus caminos, los obreros acaban capturando a la María mecánica y descubren su verdadera naturaleza al quemarla en la hoguera por bruja. Pero aún hay más: la verdadera María, perseguida por Rotwang, se cobija en una iglesia, y Freder, que había acudido a socorrerla, tira, entre las muecas burlonas de las gárgolas, a Rotwang desde la cubierta de la iglesia. ¡Menudo baile! Al final, Fredersen y los obreros sellan la paz gracias a la mediación de Freder. La película se cierra con una candorosa fórmula que debe descifrarse: «el mediador entre el cerebro [burguesía] y las manos [proletariado] ha de ser el corazón». El mediador podría interpretarse como un «aufheben» hegeliano, esto es, un negar y un conservar a la vez, un cancelar superando, una síntesis superadora capaz de evitar una negación aniquiladora (contra la que se rebela el corazón). Algo que, acaso, podría vincularse al tercerposicionismo de la época.