Casino Royale supuso para el servidor toda una sorpresa de arriba a abajo. Una apuesta por la acción bien rodada envuelta en una trama interesante y con toques de todo un poco (romance, partidas de poker, diálogos...) que la convertían en un film de lo más completo y entretenido, y si bien Craig conseguía un buen Bond, el esmoquin no le quedaba tan bien como posiblemente le habría quedado a Clive Owen. Y es que este Daniel tiene unos rasgos muy brutos.

Por desgracia, eso es lo único que supieron ver los guionistas en el actor para esta secuela. Y es que si te atreves a mirar a Bond en esta película:

Opción número uno: eres mujer, luego o eres M y tendrás una charla con él sobre la misión o eres guapa de narices y acabarás en su cama tras unos regates.

Opción número dos: eres hombre, te acercarás a Bond y unos segundos después, sin previo aviso, te llevarás un collejón de las manazas de Craig.

Por suerte o por desgracia, en la película hay más hombres que mujeres y, por tanto (y repetimos, por suerte o por desgracia), los tortazos llueven como panes. Esto resulta especialmente molesto cuando se ve que es el único recurso que encuentran los guionistas para que el protagonista salve la situación. Acaba volviéndose cargante ver la supuesta venganza de James Bond convertida en un festival de golpes, explosiones, tiros... Todo mezclado y agitado con poco gusto. Y lo peor es que, después de la fantástica Casino Royale, el sabor es aún más amargo. Quizás para la próxima...