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Voto de Doctor Zaius:
10
7,4
14.325
Drama. Romance
Francia, 1770. Marianne, una pintora, recibe un encargo de una condesa que consiste en realizar el retrato de bodas de su hija Héloïse, una joven que acaba de dejar el convento y que tiene serias dudas respecto a su próximo matrimonio. Marianne tiene que retratarla sin su conocimiento, por lo que se dedica a investigarla a diario. (FILMAFFINITY)
17 de abril de 2020
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo que ha conseguido Celine Sciamma con esta película es un logro al alcance de escasísimos directores de cine: convertir una historia concreta de amor romántico (entre dos mujeres) en una historia universal que se eleva sobre sus circunstancias particulares para describir lo que es el amor desatado e incontrolable entre dos seres humanos. Lo hace además desde una perspectiva política militante, esbozando en el interlineado de su caligrafía la descripción de un protofeminismo no consciente de sí, reventando el test de Bechdel y dejando guiños a sus dos películas anteriores, así como mirando de frente a dos clásicos contemporáneos de la talla de “Carol” (Todd Haynes) y “Call me by your name” (Luca Guadanino).
El comienzo de la película no puede ser más brillante: en una atmósfera impregnada de azules desvaídos, una profesora de pintura posa para sus alumnas. La cámara se detiene en los rostros de cada una de ellas minuciosamente, como tratando de desentrañar el enigma que oculta cada cara (esta será una constante a lo largo de todo el metraje: los primeros planos sostenidos de los rostros de las actrices protagonistas). Y, de pronto, la magia: la cámara se acerca simultáneamente a la profesora y a un viejo cuadro pintado por ella (un “retrato de una mujer en llamas”). El travelling en los dos sentidos gira la flecha del tiempo, y, en el momento, en el que entramos en la imagen enmarcada, saltamos en el espacio y en el tiempo y aparecemos en un lugar indeterminado del pasado en medio del mar. El poder de estos recursos narrativos -la elipsis y el flashback- nos sitúa en otro momento y en otro lugar. Desorientados, como la propia protagonista, nos introducimos en su nuevo contexto: la pintora debe retratar a la hija de una señora de la nobleza rural francesa (del siglo XVII o XVIII) que va a casarse con un noble milanés del que lo desconoce todo. La tarea es secreta. La retratada no debe saber que la artista está ahí para eso, por lo que se hará pasar por una especie de dama de compañía contratada para no dejarla sola en sus paseos.
Lo primero que nos deslumbra es el uso que hace Sciamma del color para crear atmósferas y estados de ánimo. Las estancias de la casa se llenan de tonalidades rojizas, amarillentas y ocres. En contraste con el frío azul del comienzo, el nuevo escenario vibra con la calidez de lo hogareño. Las vestimentas de las protagonistas juegan con esta paleta de colores y propagan emociones casi visibles a partir de sus ropajes. Junto a este uso milimetrado del cromatismo, las escenas de interior también destacan por el virtuosismo de sus composiciones. No es solo que la protagonista sea pintora. Cada una de las escenas en las que participa es un tableau vivant (un “cuadro viviente” en imposible traducción al español) de diseño e iluminación exquisitos al servicio de la historia que se va contando. Los movimientos de cámara, lentos y tirando a imperceptibles, recogen la delicadeza de las relaciones entre las protagonistas (la madre, la hija, la pintora y una criada que va a aportar una profunda perspectiva tanto de clase como de género a toda la historia). El tempo lento de la narración funciona como un fuego a baja temperatura. Casi podemos percibir en el aire la vibración de la pasión que va creciendo entre las protagonistas. Las distintas escenas, que nos hipnotizan por su exactitud y su precisión en el nivel de lo visual, van transmitiendo la misma sensación que debe dar el ver desplazarse un glaciar mientras sabemos que bajo él se retuerce la energía brutal de un volcán a punto de entrar en erupción. Pero no es solo la casa el escenario de esta pasión. El exterior, dominado por una naturaleza agreste en la que el mar, los acantilados y un viento incesante parecen encarnar los sentimientos de las protagonistas, nos abruma por lo crudo y lo bello de su presencia. Como si fuera una postal típica del romanticismo más canónico, las amantes se miran durante segundos interminables mientras el aire revolotea entre sus cabellos y las olas rompen de fondo contra las paredes rocosas de los acantilados que las envuelven.
Simplemente con tener en cuenta el tempo de la narración y el preciosismo visual ya podríamos hablar de una obra sobresaliente. Pero “retrato de una mujer en llamas” va más allá de eso y exhibe un catálogo de recursos increíble que hacen que su visionado se convierta en una fiesta para los sentidos y la razón. Destaquemos el uso de la música. Ésta hace su aparición -solo en forma diegética- en tres momentos claves: uno para subrayar la intimidad, otro para celebrar la fiesta comunitaria y un tercero para certificar la persistencia de la pasión. Cada uno de estos momentos es excepcional dentro de un relato que nos succiona con su magnetismo. La escena musical comunitaria es el centro nuclear de la película: hay un antes y un después de ella muy claros. Su ejecución es deslumbrante y su finalización encarna el título del filme y cristaliza con dulzura, extrañeza y pasión el torbellino de emociones que posee a las protagonistas.
(Sigue en spoiler)
El comienzo de la película no puede ser más brillante: en una atmósfera impregnada de azules desvaídos, una profesora de pintura posa para sus alumnas. La cámara se detiene en los rostros de cada una de ellas minuciosamente, como tratando de desentrañar el enigma que oculta cada cara (esta será una constante a lo largo de todo el metraje: los primeros planos sostenidos de los rostros de las actrices protagonistas). Y, de pronto, la magia: la cámara se acerca simultáneamente a la profesora y a un viejo cuadro pintado por ella (un “retrato de una mujer en llamas”). El travelling en los dos sentidos gira la flecha del tiempo, y, en el momento, en el que entramos en la imagen enmarcada, saltamos en el espacio y en el tiempo y aparecemos en un lugar indeterminado del pasado en medio del mar. El poder de estos recursos narrativos -la elipsis y el flashback- nos sitúa en otro momento y en otro lugar. Desorientados, como la propia protagonista, nos introducimos en su nuevo contexto: la pintora debe retratar a la hija de una señora de la nobleza rural francesa (del siglo XVII o XVIII) que va a casarse con un noble milanés del que lo desconoce todo. La tarea es secreta. La retratada no debe saber que la artista está ahí para eso, por lo que se hará pasar por una especie de dama de compañía contratada para no dejarla sola en sus paseos.
Lo primero que nos deslumbra es el uso que hace Sciamma del color para crear atmósferas y estados de ánimo. Las estancias de la casa se llenan de tonalidades rojizas, amarillentas y ocres. En contraste con el frío azul del comienzo, el nuevo escenario vibra con la calidez de lo hogareño. Las vestimentas de las protagonistas juegan con esta paleta de colores y propagan emociones casi visibles a partir de sus ropajes. Junto a este uso milimetrado del cromatismo, las escenas de interior también destacan por el virtuosismo de sus composiciones. No es solo que la protagonista sea pintora. Cada una de las escenas en las que participa es un tableau vivant (un “cuadro viviente” en imposible traducción al español) de diseño e iluminación exquisitos al servicio de la historia que se va contando. Los movimientos de cámara, lentos y tirando a imperceptibles, recogen la delicadeza de las relaciones entre las protagonistas (la madre, la hija, la pintora y una criada que va a aportar una profunda perspectiva tanto de clase como de género a toda la historia). El tempo lento de la narración funciona como un fuego a baja temperatura. Casi podemos percibir en el aire la vibración de la pasión que va creciendo entre las protagonistas. Las distintas escenas, que nos hipnotizan por su exactitud y su precisión en el nivel de lo visual, van transmitiendo la misma sensación que debe dar el ver desplazarse un glaciar mientras sabemos que bajo él se retuerce la energía brutal de un volcán a punto de entrar en erupción. Pero no es solo la casa el escenario de esta pasión. El exterior, dominado por una naturaleza agreste en la que el mar, los acantilados y un viento incesante parecen encarnar los sentimientos de las protagonistas, nos abruma por lo crudo y lo bello de su presencia. Como si fuera una postal típica del romanticismo más canónico, las amantes se miran durante segundos interminables mientras el aire revolotea entre sus cabellos y las olas rompen de fondo contra las paredes rocosas de los acantilados que las envuelven.
Simplemente con tener en cuenta el tempo de la narración y el preciosismo visual ya podríamos hablar de una obra sobresaliente. Pero “retrato de una mujer en llamas” va más allá de eso y exhibe un catálogo de recursos increíble que hacen que su visionado se convierta en una fiesta para los sentidos y la razón. Destaquemos el uso de la música. Ésta hace su aparición -solo en forma diegética- en tres momentos claves: uno para subrayar la intimidad, otro para celebrar la fiesta comunitaria y un tercero para certificar la persistencia de la pasión. Cada uno de estos momentos es excepcional dentro de un relato que nos succiona con su magnetismo. La escena musical comunitaria es el centro nuclear de la película: hay un antes y un después de ella muy claros. Su ejecución es deslumbrante y su finalización encarna el título del filme y cristaliza con dulzura, extrañeza y pasión el torbellino de emociones que posee a las protagonistas.
(Sigue en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Sorprende especialmente que una película tan perfectamente estructurada, con una medidísima duración de las escenas que la componen, y con una racionalidad ejemplar en el desarrollo de su lógica interna, sea al mismo tiempo una película tan libre. Multitud de escenas singularmente agudas se permiten jugar con esa idea de la pasión desatada, proponiendo contrapuntos de todo tipo a la incandescencia amorosa: el juego, la sororidad entre las protagonisas, el papel del arte en la memoria, la imposibilidad de superar el contexto que te obliga a ir en contra de tus deseos… hay varias líneas de fuga en el relato que aumentan su densidad sin caer en lo plomizo, que la dotan de verdad y fuerza en su enunciación fílmica. Para quien esto escribe, hay dos especialmente iluminadoras: una, el momento en el que la pintora protagonista reflexiona sobre la prohibición de que las mujeres pinten desnudos masculinos “dejándolas así fuera de los grandes temas”; y otra, la reacción posterior de su amada pidiéndole que pinte la escena en la que su criada tuvo que abortar, introduciendo así en la historia del arte un tema estrictamente femenino que nunca aparecería en ninguna exposición “seria”. Las protagonistas, en un ejercicio protofeminista no consciente de tal cosa, nos sacuden en la cara con dos cuestiones que, estoy seguro, la mayoría de los espectadores varones no nos hemos planteado nunca.
El amor romántico, finalmente, siempre revela su destino trágico. Tal es su condición de existencia. La película, fiel a su arrolladora lógica interna, no esquiva la cuestión. El final se desdobla en dos partes diferentes: en la primera, asistimos a un mensaje en clave que solo las amantes están en condiciones de descifrar. En la segunda, asistimos al temblor de ese glaciar que oculta un volcán y que sigue albergando intacta la energía que lo conmovió durante todo el metraje. En ese momento ya no hay opciones: solo podemos llorar y aplaudir y sentir la conmoción que nos traspasa, quizá no con la violencia que experimentan las protagonistas, pero sí con algo que se le parece bastante: la evocación de nuestras propias historias de amor personales a través de las emociones que desbordan la pantalla. El mito de Orfeo y Eurídice, al que se hace referencia explícita durante gran parte del metraje, entra en diálogo con la historia de las protagonistas, consiguiendo su directora que entablen un peculiar diálogo en el que el tronco de la historia mitológica ilumina la relación nuclear de la película mientras las circunstancias personales de sus potagonistas se contraponen juguetonamente con la potencia de la historia mítica: ¿amar demasiado siempre trae como consecuencia inevitable la pérdida de lo que se ama?
Destaquemos, por último, la magnífica labor de las actrices protagonistas, tanto de las dos que encarnan a las amantes (Noémie Merlant y Adèle Haenel) como de las que hacen el papel de criada (Luàna Bajrami) y el de madre (una impresionantísima Valeria Golino) respectivamente. La sutileza de los gestos, la expresividad de su contención, la violencia de las emociones condensadas en un fruncir del ceño, en una torcedura de los labios, o en un morder de labios. Todo es arrebatador y deslumbrante.
El amor romántico, finalmente, siempre revela su destino trágico. Tal es su condición de existencia. La película, fiel a su arrolladora lógica interna, no esquiva la cuestión. El final se desdobla en dos partes diferentes: en la primera, asistimos a un mensaje en clave que solo las amantes están en condiciones de descifrar. En la segunda, asistimos al temblor de ese glaciar que oculta un volcán y que sigue albergando intacta la energía que lo conmovió durante todo el metraje. En ese momento ya no hay opciones: solo podemos llorar y aplaudir y sentir la conmoción que nos traspasa, quizá no con la violencia que experimentan las protagonistas, pero sí con algo que se le parece bastante: la evocación de nuestras propias historias de amor personales a través de las emociones que desbordan la pantalla. El mito de Orfeo y Eurídice, al que se hace referencia explícita durante gran parte del metraje, entra en diálogo con la historia de las protagonistas, consiguiendo su directora que entablen un peculiar diálogo en el que el tronco de la historia mitológica ilumina la relación nuclear de la película mientras las circunstancias personales de sus potagonistas se contraponen juguetonamente con la potencia de la historia mítica: ¿amar demasiado siempre trae como consecuencia inevitable la pérdida de lo que se ama?
Destaquemos, por último, la magnífica labor de las actrices protagonistas, tanto de las dos que encarnan a las amantes (Noémie Merlant y Adèle Haenel) como de las que hacen el papel de criada (Luàna Bajrami) y el de madre (una impresionantísima Valeria Golino) respectivamente. La sutileza de los gestos, la expresividad de su contención, la violencia de las emociones condensadas en un fruncir del ceño, en una torcedura de los labios, o en un morder de labios. Todo es arrebatador y deslumbrante.