Sin dudarlo un momento, siempre que llevo a cabo el ejercicio cinéfilo de elaborar «Mi Lista de Películas Favoritas de Todos los Tiempos», invariablemente esta obra maestra del gran Sam Peckinpah aparece en primer lugar. Siempre. Para mí esta película es algo más que un simple «western». Es un canto a la amistad (tema habitual en Peckinpah), a la amistad incondicional, y a la amistad traicionada. Es un poema violento sobre personajes que están fuera de su tiempo. Es una visión crepuscular de los últimos forajidos del oeste. Y todo con esa visión especial de Peckinpah, donde la ambientación es creíble, áspera pero atractiva al mismo tiempo, donde se puede masticar el polvo del lejano oeste, con personajes perfectamente dibujados (todos los actores están sensacionales, ¡todos ellos! No podría destacar a ninguno por encima de otro... Para mí, este es el mejor papel de William Holden, de Ernest Borgnine, Emilio Fernández y de Robert Ryan en todas sus carreras cinematográficas), decorados creíbles, vestuarios creíbles, sucios, rotos, fotografía inmejorable, música impecable (con momentos sublimes, como cuando suena «La Golondrina» al despedir el pequeño poblado mejicano a los protagonistas...). En fin... Todo en esta película es perfecto y está llena de momentos inolvidables. Es otro de esos films que me sé de memoria y del que podría estar hablando y escribiendo durante horas y horas. Para mí Sam Peckinpah es un poeta incomprendido y rebelde, un poeta de la violencia, y para mí fue el único director de Cine que supo utilizar correctamente la cámara lenta en sus escenas. En definitiva, esta película es un poema bellísimo y violento, que comienza con una alegoría: los dioses (niños crueles) cercando y mirando como unas hormigas destrozan a unos pocos escorpiones (porque están en minoría), y que termina de manera similar. Una obra de arte con una fuerza colosal, brutal, redonda y perfecta. Cine hecho con el corazón y con las tripas. Cine que, por desgracia, ya no se ve hoy en día.