Que es una cinta hecha en forma improvisada e ilógica hasta el hartazgo, no cabe duda.
Que es un filme que copia descaradamente los formulismos del subgénero zombi, tampoco ha duda.
Que las aportaciones originales que agrega son ridículas hasta provocar risa, sin dudas de ello.
Que el argumento tiene poca cordura y mucho frenesí, menos dudas aún.
Que no busca nada más que rendir un humilde homenaje a cintas sobre muertos vivientes que fueron confeccionadas en forma mucho mejor, no hay dudas.
Que se desmadra en determinados pasajes con alternativas exhibicionistas, con humor negro y variantes truculentas, tampoco deben tener dudas.
Que se torna torpe y descuidada en algunos detalles de la narración, indudable.
Que el protagonista Ed Quinn es un clon del futbolista de Boca Juniors Martin Palermo, ni por asomo hay dudas.
Que no es una opción para esnobistas intelectuales, ni se le ocurra dudarlo.
Que es peor que Resident Evil, quién lo puede dudar.
Que algunas “actrices” que aparecen en topless o insinuando su anatomía dejan sin respiración, no debería caber dudas.
Que la puesta en escena resulta comiquísima de lo amateur que es, menos que menos que no hay dudas.
Que hay gamberradas como para hacer dulce, definitivamente no hay dudas.

Pero tampoco quedan dudas de que es entretenida en su cutrez, que no resulta pretenciosa en sus objetivos a alcanzar, que sigue siempre el perfil bajo de una cinta chapucera pero honesta al punto de auto-humillarse a propósito desarrollando torpezas sin tapujos, que es atractiva estéticamente, que resulta simpática en la incorrección y en el grado de violencia que alcanza en determinados momentos, que es una interesante opción para ver con amigos de sobremesa y con unas copas de más, y que es el doble de mejor que la horrible primera parte dirigida por Uwe Boll.