Con el paso de los años siempre me he preguntado qué sería de aquellos chicos del instituto a los que la adolescencia parecía haberles sonreído, aquellos que eran los más populares, los más guapos, aquellos que provocaban sin esfuerzo la envidia y admiración de sus compañeros, que alumbraban lo que creíamos mediocre bajo el destello de una cara bonita, un cuerpo bien formado o simplemente una personalidad arrolladora.
Siempre he querido saber si todos aquellos que descollaban acabarían por triunfar en sus vidas, si la felicidad que les parecía acompañar algún día los abandonaría, arrastrando su fortuna por el sumidero de la decepción.
Siempre me pregunté por la vida de aquellos que suponía sería fabulosa, por la de Ángel, aquel tipo de ojos azules que traía a las chicas de cabeza, o incluso de Eva, la chica más guapa del instituto, de la que todos estábamos enamorados.
Siempre envidié sus vidas, siempre deseé ser como ellos, siempre el anhelo de aprehender la felicidad que irradiaban, siempre suspirando por acariciar unos breves instantes de su insultante seguridad.
Pasados los años perdí su pista y las huellas de sus pisadas desaparecieron, imaginándolos felices, triunfantes ante la adversidad, vencedores de la guerra contra la rutina.
Todas esas preguntas, todas esas dudas, años más tarde, han quedado resueltas. Parece que aquellos a los que la vida parecía haber regalado la eterna dicha no eran tan felices como imaginaba. Parece que la felicidad no era lo que yo suponía, que no se regala en forma de una cara bonita, sino que se labra día a día, tras un arduo trabajo de crecimiento y maduración.
No sé que habrá sido de ellos, pero me da igual, es posible que Ángel no sea tan feliz como siempre había imaginado, o que Eva se sienta tan desgraciada como cualquiera de nosotros; quizá, es posible que incluso yo sea tan o más feliz que ellos, quién sabe.
Gracias Jason Reitman.