La historia, basada en la novela de Irvine Welsh (autor de la conocidísima Trainspotting), tardó 15 años en llevarse al cine, ya que nadie se veía capaz de adaptar dicha historia con la fidelidad que exigía. Todo el mundo consideraba que era un proyecto imposible de llevar al cine hasta que Jon S. Baird se hizo con las riendas. Adaptó la novela con tanta lealtad que el propio Irvine Welsh confesó quedar encantado con el resultado final.

Filth narra la vida del detective Bruce Robertson, un personje oscuro y despreciable, capaz de todo para conseguir lo que se propone «y más si se trata de un ascenso», drogadicto, alcohólico, homófobo, machista, racista, mentiroso, vamos, todo un mal ejemplo. La película vemos como Bruce cree que controla todo lo que le rodea «aplicando siempres las mismas reglas (Same rules apply)», a compañeros, amantes, criminales, pero poco a poco va perdiendo el dominio de su vida hasta que toda su realidad se desmorona, desvelando al mismo tiempo el oscuro pasado que esconde, por el que no ha sabido perdonarse y del que se siente culpable.

Jon S. Baird empieza con un desagradable tono de comedia negra, fluye con sorprendente soltura, pero cuando el espectador está a punto de empatizar con el protagonista, la película torna hacia la farsa trágica, y en el proceso pierde el control absoluto. Los diálogos, las palabras mal sonantes, la estética de sus imágenes, los delirantes giros, la demencia de su argumento, todo se vuelve farragoso y demasiado cargante. Filth es una comedia negra con un exceso de pomposidad de cosas negativas, no hay apenas cosas positivas. Al espectador termina por no interesarle lo más mínimo la vida de este mísero ser, que es escoria para la sociedad. La película se deja ver pero con cierto desagrado.

James McAvoy está enorme, que aunque no siendo el más apropiado para el papel demostró un gran esfuerzo interpretativo, y mención a parte, un fantástico Eddie Marsan quien compone un inesperado personaje secundario.