La vi hace tanto tiempo y aún no la olvido. Cuando pienso en Melody me invade la nostalgia, pese a no recordar los detalles de su trama. Pero sí recuerdo la emoción y felicidad que me provocó su visión en alguna tarde de los setentas en el viejo y cuadrado televisor en blanco y negro enganchado en el canal 9 de Buenos Aires. La habrán repetido luego dos o tres veces, durante los siguientes cuatro o cinco años, y después nunca más la pude encontrar, ni en TV ni en cine (pese a que creo que se dio en algún ciclo de la cinemateca), y tampoco en el videoclub del barrio ni en el poderoso Blockbuster. Bueno, en este último no hay mucho lugar para películas chiquititas y entrañables como Melody, con tantas estanterías repletas de superhéroes yanquis invencibles y efectos especiales artificiosos y vacíos. En Melody no había efectos especiales ni espectaculares escenas de acción, pero sí los mejores sentimientos. Y allí estaba Tracy Hide. Muchas noches soñé con ella, tal era mi enamoramiento. En aquella época anhelaba encontrar a mi propia Tracy Hide y vivir con ella en un mundo perfecto, donde sólo existiríamos ella y yo. Nadie podría hacernos daño, porque nuestro escudo de amor nos protegería de los envidiosos, de los censores, de los traicioneros. Era mi sueño, y nunca lo consideré imposible. Ni siquiera hoy, después de cuarenta años, cuando todavía ansío encontrar a Melody y a mi Tracy Hide. Mi querida Tracy.