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La trinchera infinita

Drama Higinio y Rosa llevan pocos meses casados cuando estalla la Guerra Civil, y la vida de él pasa a estar seriamente amenazada. Con ayuda de su mujer, decidirá utilizar un agujero cavado en su propia casa como escondite provisional. El miedo a las posibles represalias, así como el amor que sienten el uno por el otro, les condenará a un encierro que se prolongará durante más de 30 años.
Mientras dure la posguerra
Una noche cualquiera, se desata el infierno. Lo hace golpeando con fuerza atronadora a la puerta de un hogar cuyos habitantes deberían estar durmiendo. De esto se trata, de pillar al enemigo con la guardia baja. Lo que pasa es que antes de que todo esto estallara, ya reinaba en el ambiente un miedo que, como no podía ser de ninguna otra manera, llevó a algunos a afinar sobremanera su instinto de supervivencia. Así que cuando estalla la guerra, hay quien reacciona con reflejos animales. Porque no queda otra, porque a quien vacila lo más mínimo, solo le espera la muerte.

‘La trinchera infinita’ nos pone en contexto (histórico) a partir de unos títulos explicativos que nos recuerdan que los regates lingüísticos no son invención de nuestra época. Palabras que se retuercen para perder su sentido original; conceptos extraños que plasman situaciones excepcionales. Para su nueva película, la tripleta compuesta por Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga abandona el euskera que la situó en el mapa cinéfilo nacional (a ‘Loreak’ y ‘Handia’ me refiero) y abraza un castellano fuertemente marcado por dejes sureños.



El cine, una vez más, como dispositivo en el que el lenguaje (el verbal, el corporal y el fílmico, claro) juega un papel fundamental. Los sustantivos se convierten en movimientos bruscos de brazos y piernas, y claro, a la cámara no le queda otra que contagiarse del nerviosismo ambiental. Justo después de que hayamos aprendido a (re)nombrar una redada, se dispara una acción en la que cada imagen corre al ritmo angustioso de quien le va la vida en ello. Con los primeros rayos del Sol, un hombre huye de los gritos y de los disparos que intentan darle caza.

Son los primeros instantes de la Guerra Civil, vividos con el desconcierto angustiante (o directamente terrorífico) que exige el retrato de cualquier lucha fraticida. Como sucedía en ‘’71’, trepidante incursión de Yann Demange en el conflicto de Irlanda del Norte, parece que la película quiera romper la habitual comodidad con la que el espectador se relaciona con lo proyectado sobre la pantalla, y que todos los estímulos vistos y oídos se erijan en elementos fundamentales de una experiencia asfixiantemente inmersiva. No se trata de negar nuestro estatus pasivo, sino más bien de destruir nuestra impermeabildiad.



El prólogo de ‘La trinchera infinita’ es un contundente dispositivo diseñado para que la mirada se traduzca en privación de la respiración. A esto se llega a través de la prohibición de cualquier posibilidad de descanso. Es casi como si nosotros mismos estuviéramos en la lista negra que ha puesto en marcha esta historia, y que por el mero hecho de estar contemplando tan lamentable espectáculo, esto ya nos diera números para ser las siguientes víctimas. El ritmo al que se ve obligada la narración es evidentemente insostenible, con lo que la propuesta no tarda en caer desplomada... solo que esta es precisamente la intención.

De las casi dos horas y media de metraje que componen ‘La trinchera infinita’, prácticamente toda su totalidad transcurre en el encierro forzado (e indigno) de los minúsculos habitáculos en los que un hombre debe capear la tempestad que se le ha venido encima. Los ojos fieros de Antonio de la Torre son domesticados por la voz entrecortada de Belén Cuesta, pero sobre todo por un sentimiento de derrota fustigante, fraguado de la forma más cruel. Esto es, a través del paso del tiempo. Es la humillación del vencido: el hogar convertido en una prisión que contempla, en tenso silencio, el transcurrir de los hechos que dan forma a un mundo (exterior) que no puede ni debe entenderse sin las miserias que (se) esconden los espacios interiores; en sus rincones.



A todo esto, ni la ralentización en las pulsaciones hace que Garaño, Arregi y Goenaga se olviden del tono e intenciones con las que iniciaron este nuevo relato. Cuadros cortados para limitar la información transmitida, la luz como eventual estorbo y el sonido nítido como una desesperante quimera. Es la posición de espectador transformada en una condena sin la cual (y ahí está la jugada maestra) no puede entenderse el presente que hemos heredado. De repente, España se descubre como una ratonera de aire viciado, habitada por espectros, y cimentada tanto en rencores atávicos como en desconfianzas insoportables a ambos lados de los muros.

Así se construye una película de posguerra prácticamente perfecta, con un conocimiento de la materia plasmado en todas las capas que definen a cualquier manifestación cinematográfica. Las características técnicas calan en un texto que inevitablemente impregna el trabajo actoral. Una conjunción óptima de elementos, suerte de círculo virtuoso que, a la postre, magnifica las tesis históricas con las que trabajan los autores. Es la crónica del pasado mal-superado, cuya naturaleza distintiva (pues España es también presentada como la anomalía que es) adquiere un carácter universal gracias a la comprensión de un factor humano que, como tal, actúa como fuerza aterradora, pero también esperanzadora.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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