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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Voto de Arsenevich:
10
Western Un capitán del ejército de los Estados Unidos se hace pasar por comerciante y va a México para averiguar quién le vendió rifles a los apaches que asesinaron a su hermano. Entre los sospechosos se encuentran un arrogante hacendado, su despiadado hijo y el capataz de su rancho. (FILMAFFINITY)
7 de enero de 2019
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El último de los Westerns que rodó el tándem Mann-Stewart emerge, en mi opinión, como una de las grandes películas del género, una obra maestra física y a la vez psicológica donde la complejidad de su argumento y la atmósfera solapada y etérea del escenario trascienden el mero espectáculo cinematográfico, deviniendo en magistral fábula sobre la ambición, el poder, la violencia, los conflictos de la sangre y el poder de los sueños. Una película maravillosa que nos deja en el recuerdo a un héroe memorable.

Como si se tratase de un film de Hitchcock, «El hombre de Laramie» es una cinta cuyas imágenes aparecen contagiadas de una permanente atmósfera onírica y, en algunos pasajes, irreal y de pesadilla constante. La llegada de Will Lockhart (brillante James Stewart) al pueblo de Coronado surge como una emulsión obstruida por esa pátina ilusoria propia de los sueños. A partir de entonces tiene lugar una rica historia del Oeste que, contraviniendo las normas básicas del género a mediados de los cincuenta, se ve invadida por un aire extraño y sutilmente kafkiano. El protagonista, que arriba al pueblo en busca de un hombre al que no conoce, pero del que necesita vengarse, es instado una y otra vez por los lugareños a marcharse de la comarca. Lockhart, dispuesto a consumar su venganza, permanecerá en Coronado hasta las últimas consecuencias, aunque estas incluyan ser arrastrado sobre una hoguera, ver arder sus carros, que asesinen a sus mulas o, más tarde, que le endilguen un crimen que no ha cometido. En un momento Lockhart parece sentirse como Josef K. en «El proceso» de Kafka. El film nunca abandona la plasticidad onírica mediante la que llega al espectador, cualidad que delimita los contornos de la película en una especie de «realidad paralela», un microuniverso cuya autonomía sólo parece depender de los caprichos de un demiurgo sin rostro, lo cual acerca el desarrollo de la trama a los de las aventuras bíblicas del Antiguo Testamento, con Lockhart como un nuevo Job o Jonás a medio camino entre los derroteros del bien y del mal que marcan los otros personajes.

Tomando elementos de «El rey Lear» de Shakespeare, pero también de las clásicas tragedias grecolatinas, Mann elabora su film en base a la resonancia de su mensaje más que a las connotaciones argumentativas de este. La figura del Hombre de Laramie es la de ese Ángel Exterminador que Alec Waggoman (impresionante el mítico Donald Crisp) ve en sus sueños; un forastero alto y delgado que viene desde muy lejos a matar a su hijo. La estampa del desconocido Hombre de Laramie es la de ese hombre sulfurado que recorre el camino hasta el establo seguido por un maravilloso travelling. Es la efigie de ese hombre enigmático del cual todos ignoran su naturaleza. Nadie sabe a qué ha venido, cuál es su hogar o qué persigue con su tozuda permanencia en Coronado. La escena del encuentro entre Alec y Lockhart en el rancho de Kate sugiere una vez más la connotación «etérea» o «incorpórea» del héroe, aunque para ello se sirva del motivo argumental de la ceguera creciente del viejo Waggoman.

Como mencioné más arriba, siento que Mann se aproxima a Hitchcock en este film, ya que nos cuenta una historia (o varias historias) que subyacen por debajo de la que dicta la mera sinopsis de la película. Con un perfil de personajes trabajado hasta la extenuación, un guion preciso y sugestivo y una fotografía que nos introduce en lo que parece una desventura del subconsciente, consigue una ruptura en la estructura básica de un género que demostró dominar con mano maestra antes («Horizontes lejanos» ―1952―, «Winchester 73» ―1950―) y después («El hombre del oeste» ―1958―). A medio camino entre el Western psicológico y el sobrenatural, que justamente ese mismo año pondría en marcha Tourneur con «Wichita, ciudad infernal» y «El jinete misterioso», y cuya estela indudablemente siguió Eastwood con «Infierno de cobardes» (1972) y «El jinete pálido» (1984), consigue envolver al espectador en una trama apasionante y cuyas escenas de máxima violencia sugiere antes que mostrar, como suelen hacer los grandes maestros.

Magistral Western, lleno de complejidades y aristas argumentativas. Un James Stewart en la cumbre de su carrera se une al gran trabajo del siempre solvente Arthur Kennedy, con el legendario Donald Crisp en una de sus más memorables apariciones. Mann aprovecha el formato Cinemascope para cobijar su relato en una amplitud escénica que le permite la elaboración de una atmósfera densa y extrañamente sensitiva, llena de plasticidad. Una película redonda e inolvidable, de esas que suponen un tatuaje indeleble en la retina.
Arsenevich
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