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Reino Unido Reino Unido · Birmingham
Críticas de Peaky Boy
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Críticas 92
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
1 de diciembre de 2013
11 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Finales de los 60, las voces de la contracultura estadounidense cada vez se escuchan con más fuerza. La Generación Beat, que posteriormente hizo de pilar para la creación del masivo movimiento Hippie, está dispuesta a derribar, con los psicodélicos acordes de Hendrix y Morrison, ese telón de acero que los margina y los rechaza. En ese contexto, el 28 de junio de 1969, un grupo de jóvenes homosexuales se alzó contra el régimen opresor que los había discriminado durante tanto tiempo y, con el Stonewall Inn, del barrio neoyorquino de Greenwich, como fortín y el arcoíris por bandera, este grupo revolucionario improvisado inició uno de los movimientos por la libertad más importantes de los últimos tiempos.
Si los 60 fueron el comienzo, los 90 constituyeron la total expansión de esta corriente a las artes y las letras. Artistas, poetas, ensayistas, cineastas, todos quisieron formar parte de la gran revolución, aportando su granito de arena para que millones de mentes comenzaran a abrirse y aceptaran su sexualidad, o la de los demás, para que el colectivo gay dejara de estar estigmatizado. Gracias a esta generación, miles de mujeres pudieron poner fin a una vida de infelicidad y otras muchas no tendrán que pasar nunca por lo que sufrieron aquellas que, como Lianna en la cinta de John Salyes, 1983, fingieron ser quienes en realidad no eran, por guardar las apariencias de una falsa moral que la sociedad les imponía. Gracias a esa generación de escritores se publicó Le bleu est une couleur chaude, 2010, la novela gráfica en la que está inspirada la película y que narra la vida de Clementine, una adolescente con un conflicto interno que le hace dudar entre aceptar los grandes cambios que está experimentando, o tratar de ignorarlos y seguir con su vida “normal”. Emma será el detonante para que Clementine encuentre la confianza necesaria y afronte este nuevo reto. Dos Criaturas Celestiales que, como la pareja que nos presentó Peter Jackson en 1994, no están exentas de despertar recelos entre sus conocidos.
En la cinta, el nombre de la protagonista del cómic se cambia por el de Adèle, haciéndolo coincidir con el nombre real de la actriz que la interpreta, Adèle Exarchopoulos. Esto ya nos da una pista entorno a quién va a girar la película. No pasa ni un minuto cuando confirmamos nuestras sospechas y, por más que los carteles promocionales los ocupe la misteriosa chica de pelo azul, la cámara se pegará en un primerísimo y asfixiante plano a Adèle para no separarse de ella, a excepción de tres o cuatro pausas para respirar, en todo el metraje.
Con el descubrimiento sexual y personal siempre presente, el filme cuenta la historia de una chica que atraviesa uno de los momentos más importantes y decisorios de su vida, una etapa de transición en la que pasará de la adolescencia a la vida adulta, siempre buscando una estabilidad, tanto interior como exterior, tratando de encajar, de encontrar un sitio al que amoldarse aunque sea de forma drástica, como la pieza de un rompecabezas que, aun sabiendo que no tiene la forma adecuada, se empeña en ocupar el espacio sin importarle convertirse en un punto azul sobre un fondo amarillo.
Abdellatif Kechiche realiza un trabajo interiorista magnífico que, mediante un estudio detallado de la naturaleza de sus personajes, resultó ganador de la Palma de Oro a la mejor película que, por primera vez en la historia reconoce también el trabajo de las dos actrices principales, en la última edición del festival de cine de Cannes. Una obra dividida en dos actos, como bien reza el título que aparece al término de la misma, que se distinguen por el cambio entre la adolescencia y la madurez, el descubrimiento y la aceptación, el amor y el desamor, el pelo azul y el pelo amarillo, en definitiva, diez años de cambios que aportarán una gravedad añadida a la trama.
Mucha tinta se ha vertido sobre las polémicas imágenes de sexo explícito, pero Adèle es una joven entregada y pasional cuya interpretación no habría resultado creíble con una simple escena, de pocos segundos de duración, entre unas sábanas que no pierden la compostura pese al movimiento de dos cuerpos que se entregan sin inhibiciones. De hecho habría dado como resultado una secuencia contradictoriamente vulgar, como tantas otras. Diez días de rodaje para una escena de casi diez minutos de duración, una escena sin trucos, sin sábanas y sin maquillaje que nos hará sudar y nos estremecerá por su realismo y pasión descarnados. El acto erótico no dura ni un segundo más de lo necesario, el tiempo justo para que llegue a incomodar al espectador. Durante ese eterno momento nadie se atreve a apartar la mirada, nos quedamos completamente inmóviles, paralizados sin opción a refugiarnos bajo la complicidad de nuestro compañero de butaca, con los músculos en tensión contemplamos uno de los espectáculos más atrevidos y trasgresores de toda la historia del cine. Un suspiro unánime, que rompe con la tensión reinante en el ambiente, se escucha en toda la sala una vez que la sensual secuencia ha terminado.
Pero la cinta da para mucho más y, si bien el desnudo físico es evidente, el completo desnudo emocional que la actriz lleva a cabo ante el espectador es sin duda lo más impactante. Pese a su expresión hermética, su sonrisa inescrutable y su actitud introvertida que le lleva a recoger y soltar su melena de forma compulsiva, la protagonista logra trasmitirnos su sufrimiento, su inseguridad, su felicidad efímera, todos esos sentimientos que no manifiesta pero que la actriz rezuma por cada poro de su piel, esos poros que conocemos de memoria después de estar contemplándolos tan de cerca durante tres horas.

Spoiler por motivos de espacio
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Peaky Boy
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7
24 de noviembre de 2013
53 de 70 usuarios han encontrado esta crítica útil
Don Juan Tenorio, uno de los personajes españoles más universales de la historia, ha sufrido, desde su primera aparición en El burlador de Sevilla y convidado de piedra, atribuido a Tirso de Molina en el siglo XVII, una gran evolución tan drástica como necesaria para hacer del mito sevillano un personaje legendario. En sus comienzos, el Don Juan era un hombre valiente hasta la más absoluta temeridad, seductor, libertino y anarquista. Su lucha moral quedaba reducida a la idea de una conveniente extremaunción para ser redimido de sus pecados. Pero el perdón no le llega y, en justo castigo a su desprecio por las normas, arderá eternamente en el infierno. Sin embargo en el S. XIX llegó el romanticismo y, con él, un Don Juan mucho menos preocupado por las consecuencias de sus actos, donde el castigo infernal al que se le condenaba previamente, da paso a un coqueteo con la idea del arrepentimiento y la posibilidad de su salvación. En su obra más popular, Don Juan Tenorio de Zorrilla, 1844, el alma del burlador se redime en nombre del amor. Ya en el siglo XX el personaje fue representado, tanto en la literatura, como en el teatro, la música o el cine, por infinidad de grandes autores, con múltiples y muy dispares personalidades. Incluso el extravagante genio Ingmar Bergman adaptó dos versiones, una para teatro, Don Juan, 1955 y otra para el cine, El ojo del Diablo, 1960. Destacamos, de entre todas las adaptaciones del pasado siglo, el Don Juan, 1963, de Gonzalo Torrente Ballester, un libertino que llega a ser comparado con el mismo diablo, tan anacrónico como misterioso, al que la edad empieza a pasarle factura pues, aunque conserva sus dotes de conquistador, incluso más desarrolladas que nunca, comienza a tener ciertos problemas para llevar esas conquistas a un terreno más “físico”. La novela está dotada de un sutil y rápido humor inteligente lleno de diálogos que, entre Don Juan y su fiel sirviente Leporello, resultan de lo más hilarante con sus ademanes auriseculares en plena revolución tecnológica.
Siguiendo con el proceso degenerativo del mito, el Don Juan del Siglo XXI que nos presenta Joseph Gordon-Levitt es un guaperas de discoteca, italoamericano, con la misma destreza para la seducción que su predecesor, aunque con unos métodos mucho más rudimentarios y una ignominiosa adicción: la pornografía.
El estreno en la dirección de Levitt ha estado marcado por un guion, tan sencillo como efectivo, escrito por él mismo y en el que se relata la vida de Jon Martello o Don Jon, como ha sido apodado por sus amigos dada su habilidad en el campo del flirteo. Un macho alfa con una vida simple y rutinaria consistente en ir trampeando por las noches para redimirse cada domingo por la mañana en misa. Una vez el trámite está resuelto y limpia su conciencia, come junto a sus padres y su hermana en la reunión familiar semanal; y vuelta a empezar. Cuando Jon conoce a Bárbara, una chica tan despampanante como hortera y controladora, su vida comienza a girar en torno a los intereses de esta “cani” genialmente caracterizada por Scarlett Johansson y que, utilizando como arma sus más que llamativos encantos femeninos, obligará a Jon a dejar muchos de sus hábitos de vida, entre los que se incluye el total abandono, de manera incuestionable, de los videos pornográficos. Comenzará entonces una lucha interna del onanista mujeriego que sigue sin disfrutar tanto de las relaciones sexuales reales como lo hace con las virtuales.
El director presenta el tema del machismo desde dos puntos de vista, el del hombre, frustrado al no poder encontrar en la vida real la complacencia y servidumbre femeninas de las que tanto disfruta viendo porno; y el de la mujer, que utiliza el sexo como medio para, aprovechándose de la debilidad y la simpleza masculinas, lograr sus propósitos. Al igual que Michael Fassbender en la película de Steve McQueen, Shame, 2011, el protagonista muestra, en un tono mucho más cómico, los problemas de un hombre para encontrar una vida sexual equilibrada, dando como resultado la pérdida total del control personal y la dependencia enfermiza del lascivo contenido que se encuentra en los rincones más perversos de Internet.
El director y guionista también es el protagonista principal de la cinta, uno de los alumnos aventajados del cazatalentos Warren Zavala que, siguiendo en su línea interpretativa habitual, ahora goza de las prerrogativas que le aporta el hecho de escribir y dirigirse a sí mismo, componiendo un papel a su medida en el que parece encontrarse muy cómodo. Completan el reparto un divertidísimo Tony Danza que, enfundado en su camiseta interior de tirantes, conseguirá que no dejemos de reír en ninguna de sus apariciones como el exaltado padre de Johnny, Jon Sr.
Brie Larson brinda una actuación cargada de originalidad y humor como la hermana de Jon, gracias al papel que el director escribió para ella en un alarde de atrevimiento ya que, pese a lo recurrente de su personaje, sólo pronunciará una frase en toda su interpretación. Una Maggie Simpson convertida en adolescente que, pese a lo lacónico de su papel, consigue despertar en el espectador una agradable sensación de trabajo bien hecho. Una actriz más a la que habrá que seguir la pista y que, como ya demostró en el reciente filme de Destin Cretton Short Term 12, también es capaz de hacerlo realmente bien como protagonista principal.
La última media hora de metraje estará marcada por una moraleja algo cogida por los pelos que restará dinamismo a la rápida comedia. Pese a ello, la siempre correcta Julianne Moore, en el papel de una mujer que está de vuelta de todo, conseguirá que el nuevo Don Juan se cuestione sus principios y hasta su fe. Gordon-Levitt deja las pretensiones para su personaje y firma una atractiva, excitante y, sobre todo, divertida ópera prima que deja las expectativas muy altas a la espera de su próximo proyecto.
Peaky Boy
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4
20 de noviembre de 2013
6 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ridley Scott es uno de los directores más irregulares de Hollywood, sus obras, a diferencia de las de la mayoría de realizadores importantes, están desprovistas de cualquier clase de sello distintivo que las haga fácilmente identificables. Así como sus compañeros de gremio tienen una manera muy personal de introducir escenas, personajes, fetiches, o cualquier tipo de recurso que haga su cine muy reconocible, Scott consigue que cada una de sus películas resulte completamente diferente de la anterior. Lo mismo sucede cuando se habla de la calidad de su filmografía, siendo capaz de componer desde auténticas obras maestras hasta completos desastres, abarcando todo tipo de géneros. Tras su espectacular debut, con tres grandísimos títulos, Los Duelistas, 1977, Alien, 1979 y Blade Runner, 1982, su popularidad ascendió hasta situarlo en primera fila. Desde entonces ha sufrido bastantes altibajos, pero siempre ha sabido cómo reponerse, consiguiendo un taquillazo por cada fracaso, haciendo que las productoras sigan apostando por él.
El eterno retorno que Friedrich Nietzsche nos presentó en Así habló Zaratustra, 1883, y que tanto asustó al filósofo que da nombre a la obra, habría sido malinterpretado por un abogado del sudoeste de Estados Unidos, del mismo modo que Hitler malentendiera el concepto de “superhombre” expuesto en el mismo libro. Una vez que “El Consejero” se da cuenta de que no puede comparar de forma individual su propia vida con vidas pasadas, como propone Nietzsche, para así aprender de los propios errores, llega a un callejón sin salida como el descrito en La Insoportable Levedad del Ser de la que nos hablaba Milan Kundera en 1984.
El espectacular elenco cumple con lo exigido, pero ni ese reparto estelar, ni tan siquiera el propio Nietzsche, consiguen levantar este, tan pobre como previsible, guion de Cormac McCarthy. Michael Fassbender, el protagonista, resulta un personaje completamente vacío, no logra despertar la empatía a la que nos tiene acostumbrados y esto es debido a que no hace el más mínimo esfuerzo por acercarse al espectador. Uno de los mayores fallos de la cinta es que no nos sentimos identificados con él y, al final, nos da exactamente igual la suerte que corra. Javier Bardem, en su línea extravagante habitual, consigue alguno de los momentos más carismáticos del largometraje y es, junto a su novia ficticia Malkina, Cameron Diaz, el mayor atractivo de la película. Penélope Cruz, la novia real de Bardem, vuelve a sorprendernos con una actuación que raya en la chabacanería, no por la simpleza y mal gusto que las exigencias de su personaje requerían, sino por un desastroso ejercicio interpretativo desprovisto del más mínimo talento. Por último Brad Pitt que, correcto y sin despeinarse, tira de veteranía en un papel que se conoce a la perfección.
Un abogado, al que le gusta disfrutar de una vida llena de lujos, se encuentra con un dilema moral en el que pedirá asesoramiento a personas de dudosa reputación con las que gusta de codearse, pero nadie puede aconsejar a un consejero. Así que tendrá que tomar la decisión de Pactar con el diablo, como ya hiciera su colega Kevin Lomax en la película de Taylor Hackford, 1997, o conformarse con su desahogada situación transigiendo con un trabajo que le reporta el suficiente dinero para poder costear los singulares caprichos, tanto suyos como de su prometida. Pero nunca es suficiente, la codicia siempre es más fuerte que el conformismo y el consejero decide aceptar el pacto. Y ya se sabe lo que pasa al que juega con fuego, en concreto con el cártel mejicano, ni el dinero ni la fama pueden salvar a un individuo de las garras de uno de los grupos de narcotraficantes más sanguinarios y despiadados que existen, por lo que al final no sólo se termina quemando, sino ardiendo en su propia Hoguera de las vanidades.
Un argumento de sobra conocido pues, aparte de la antes mencionada película de Al Pacino, ya habíamos visto otros ejemplos de abogados que se relacionan con criminales, ¿quién no recuerda el papel de Robert Duvall como el Consigliere Tom Hagen, en El Padrino? ¿O a Robert De Niro como Max Cady, acorralando a un atemorizado Nick Nolte en un callejón oscuro mientras le gritaba aquello de “¡Abogado! ¿Estás ahí?” en El Cabo del Miedo?
La estética es lo mejor de la obra, una fotografía correcta y un vestuario muy bien cuidado, con todo lujo de detalles, proporcionan una atmósfera de western fastuoso que resulta muy llamativa y agradable durante la primera media hora. Otro gran problema es que, para dirigir a un reparto coral de esa magnitud, la capacidad de síntesis y de crear situaciones rápidas desde el comienzo es fundamental, pero a Scott no le gusta abreviar y, tras la primera hora de metraje, aún no ha terminado con la presentación de los personajes, sino que los largos y redundantes diálogos siguen introduciendo nuevos datos de una trama que cada vez tiene menos sentido, dando como resultado un aburrimiento que se vuelve incluso más incómodo con las eróticas escenas puestas completamente a destiempo. Nos encontramos a menos de media hora para el final y siguen apareciendo nuevos personajes, el vestuario ya no nos llama la atención en absoluto y, no nos podemos creer que hayan contado ese chiste tan fácil, el guion cada vez da más muestras de que el final no va causarnos una gran sorpresa.
La película termina y estamos como al principio, dos horas contemplando una sucesión de rostros conocidos para ver un nuevo punto de vista de Machete Kills, 2013, sólo que, a diferencia de la cinta de Robert Rodriguez, ésta intentaba ser tomada en serio. Uno de los mayores fracasos en la carrera de Scott que, lejos de desanimarnos o hacer que nos rindamos con el director, podría indicar que su próximo filme Exodus, será uno de sus mayores éxitos. Habrá que esperar un año para comprobarlo.
Peaky Boy
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8
12 de noviembre de 2013
58 de 70 usuarios han encontrado esta crítica útil
¡Márchate, oh niño humano!
A las aguas y lo silvestre
con un hada, de la mano,
pues hay en el mundo más llanto del que puedes entender.
En 1986 William Butler Yeats escribió el poema El Niño Robado que, basado en una leyenda irlandesa, cuenta cómo unas hadas intentan engatusar a un niño para que se vaya con ellas. Cincuenta años después de aquella magnífica composición, la mitológica trama del poema se convirtió en una espantosa realidad, cuando en las décadas de los 50 y los 60, miles de jóvenes irlandesas fueron enviadas a conventos y separadas de sus hijos ya que, según la iglesia católica, su embarazo fuera del matrimonio las convertía en seres amorales incapaces de hacerse cargo de los niños. Gracias a esta excusa, monjas como las del monasterio de Roscrea, un pequeño pueblo situado al norte de Tipperary, embolsaron grandes cantidades de dinero vendiendo a estos pobres retoños a pudientes familias americanas. Un caso similar al de los niños robados del franquismo en España, que ha vuelto a ser noticia recientemente por la fría impunidad con la que ha sido resuelto.
Un argumento que en principio podría parecer completamente deprimente, queda agradablemente amenizado por tres factores que hacen de este largometraje un entrañable cuento de noventa minutos: el director, Stephen Frears, un ducho narrador de historias británico, que sabe cómo tratar temas peliagudos sin que el resultado se convierta en un indigesto melodrama; el actor principal, Steve Coogan, un grande del humor que pondrá una sonrisa en nuestra cara en los momentos más incómodos y, por supuesto, Judi Dench, y aquí va una apuesta anticipada como firme candidata para el Oscar a la mejor actriz principal, en el papel de Philomena, una interpretación que es todo ternura y empatía, llegando a conseguir, desde sus primeras escenas, que el espectador se preocupe tanto por ella que se olvidará de todo lo que pase a su alrededor.
Pero no queremos crear malentendidos, al cine, en esta ocasión, iremos a llorar, no tengan la menor duda; sin embargo también vamos a reír y a hablar sobre un sinfín de temas delicados abordados con mucho tacto pero sin cortapisas, vamos a descubrir las diferentes reacciones de las personas ante situaciones extremas, la bondad y la maldad, la comprensión, el egoísmo y la indiferencia, todo de la mano de una mujer que nos dará una auténtica lección de lo que significa el perdón como medio de encontrarse bien con uno mismo.
Frears, que se dio a conocer con su fantástico filme Mi hermosa lavandería, 1985, es un director cuyo abierto tratamiento de temas como la homosexualidad y el racismo, dentro del submundo marginal inglés, pronto le creó la fama de realizador controvertido, la cual corroboró con Ábrete de orejas, 1986 ó Sammie y Rosie se lo montan, 1987, en una época en la que había que andar con pies de plomo dado el duro régimen con el que Margaret Tatcher se ganó el epíteto de Dama de Hierro y que actuaba como revulsivo de ese tipo de historias. Pese a ello, el director no quiso encasillarse y, en 1988, mostró al mundo que es capaz de dirigir a un reparto estelar para realizar un drama de época de lo más burgués, gracias a la fantástica Las amistades peligrosas. Con Philomena, Frears vuelve, con más fuerza que nunca, a levantar ampollas con su polémico punto de vista de la sociedad contemporánea.
La cinta relata la verídica historia de Philomena Lee, una mujer que, como toda adolescente, conoció a un chico que le gustaba, éste la invitó a una manzana de caramelo en una feria local comenzando así un idilio amoroso. Una manzana mordida que representa, en perfecto simbolismo, el pecado carnal de una joven que cometió el error de nacer en el momento inoportuno pero que, con los años, recordará esa dulce fruta como una experiencia inolvidable. El desconocimiento de este tipo de relaciones derivado de la inexistente educación sexual, y la imprudencia que este desconocimiento conllevaba, hizo que la joven quedara embarazada y tachada de maldita por las monjas que se hicieron cargo de ella. Una vez dio a luz, el niño fue vendido a una familia estadounidense a la edad de tres años bajo la desesperación de la joven. Cincuenta años guardó el secreto de su forzada separación, más avergonzada que atemorizada por las infames acusaciones con las que las monjas la amenazaron, hasta que finalmente se lo contó a su hija quien, enormemente apenada por la terrible confidencia que acababa de escuchar, se lo relató a un periodista en horas bajas junto al que comenzó la búsqueda del pequeño Anthony.


Termino en spoiler por motivos de espacio. No se desvela nada.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Peaky Boy
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8
10 de noviembre de 2013
5 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo perfectamente la primera vez que vi Brick, en el cine de mi barrio, junto a tres amigos, y cuatro amigas, con un montón de caramelos y latas de Coca Cola escondidos bajo el chaquetón, y un cosquilleo en el estómago infundido, obviamente, por la compañía femenina y no por la película. Una vez se apagaron las luces comenzaron las risas nerviosas, las caricias, los cuchicheos y, por encima de todo, Joseph Gordon-Levitt. Quedé completamente absorto por las rápidas escenas, los bruscos movimientos de cámara, los giros argumentales y, para cuando vine a darme cuenta, las luces estaban otra vez encendidas, cada oveja con su pareja y la mía durmiendo en su butaca. Aquello no funcionó. Al término de la película yo estaba emocionadísimo, quería debatir con todos los grandes momentos de la “magnífica genialidad”, creo que la llamé por aquel entonces, que acabábamos de presenciar. Pero, por lo visto, mis compañeros no compartían mi entusiasmo y se conformaron con un seco “no está mal”. Aquella fue la primera vez que escribí una reseña, un texto de unas trescientas palabras compuesto básicamente por una sinopsis y la repetición de términos cinematográficos que había leído en Fotogramas. Al cabo de un tiempo, un gran amigo me dio a leer el libro Cómo se comenta un texto fílmico, de Ramón Carmona, gracias al cual empecé a estructurar los escritos y a adaptarlos a mi propio estilo.
Ryan Jonson comenzó su carrera como director con esta rareza del cine negro, una historia al más puro estilo Dashiell Hammett, protagonizada por adolescentes en el escenario atemporal de un instituto. Una ópera prima con un guion muy ingenioso, escrito por el propio Johnson, intrincado, con rápidos diálogos y plagado de guiños a los grandes del noir. Posteriormente, el realizador ha seguido con esta original línea de hacer cine en sus siguientes trabajos, como la comedia de estafadores, The Brothers Bloom, 2008, el thriller futurista Looper, 2012, o colaborando como director de Breaking Bad, en la que firmó dos de los mejores capítulos de la serie, nos referimos al sublime The Fly y, por supuesto, al espectacular Ozymandias que, adaptando un poema de Percy Bysshe Shelley, representa perfectamente la esencia que dio título a la brillante serie:
“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!”
Brendan es un inteligente y sagaz estudiante de verbo rápido que pronto se verá involucrado en un oscuro y peligroso caso de desaparición. Desde el momento en que Emily, la ex novia de Brendan, se evapora sin dejar rastro, éste y su pequeño equipo de investigadores y soplones callejeros comenzarán una exhaustiva búsqueda en un pueblo al sur de California. Un Sam Spade sin gabardina, genialmente interpretado por Gordon-Levitt, que no dudará en meterse en la boca del lobo y desafiar a cuantos matones se interpongan en su camino con el fin de esclarecer el misterioso suceso.
La película, producida con un ínfimo presupuesto por los familiares y amigos de Johnson, y editada en un ordenador casero, tardó más de seis años en encontrar distribuidora y entrar en el circuito comercial. Su entrada estuvo marcada por el premio especial del jurado al mejor director novel en el festival de Sundance, galardón que le sirvió de trampolín para un sinfín de reconocimientos internacionales, y aportó el respaldo suficiente para que Levitt se convirtiera en el conocido actor que es en la actualidad.
El nuevo cine negro americano es, como la crítica definió el estilo del director tras el estreno del filme, una fórmula basada en una amplísima variedad de planos y encuadres diferentes, una fotografía muy llamativa y el uso de los clichés básicos del género detectivesco pero combinados con un sinfín de recursos paródicos, tanto en el guion como en el montaje, en un entorno nada convencional. Puede que tras sólo tres películas sea pronto para catalogar esta técnica, pero lo cierto es que, pese a las claras influencias existentes del cine de los Coen, Tarantino, Ritchie o Nolan, nunca antes se había visto algo semejante, y es posible que, al igual que pasó con los citados directores, Ryan Johnson se convierta en uno de esos maestros post-modernos capaces de crear escuela e influir, a la hora de filmar, en grandes directores de fama mundial, como Brick influyera en el mismísimo Gus Van Sant para realizar Paranoid Park en 2008.
El cine, no sólo el negro sino el séptimo arte en general, está sujeto, como todo en la vida, a una fecha de caducidad, por eso tiene que moverse, evolucionar. Brick es una de esas películas que nos devuelven la sonrisa, la ilusión de imaginar que no está todo visto y que aún existe el factor sorpresa. Brick hace que nos reencontremos con el cine en el Siglo XXI y, ocho años después de su estreno y catorce desde que fuera rodada, la historia sigue reluciendo, y así permanecerá gracias al material del que está hecha, del material con el que se construyen los sueños.
Peaky Boy
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