Interesante thriller surcoreano, que trata de acercarse sin nada de escrúpulos al difícil mundo del detective de policía que trata de atrapar a un asesino en serie que tiene atemorizada a la población. Tras un argumento más o menos trillado, se esconde un retrato que desprende autenticidad y riesgo.

Por una parte, está el policía quemado y poco ortodoxo, habitante del pequeño pueblo en el que ocurren los trágicos sucesos, al que no le asusta echar mano de la violencia física para arrancar en sentido literal una confesión de culpablidad al sospechoso, así haya que destrozarle los tímpanos. Lo que conlleva como contrapartida esperada es que muchas veces personas inocentes se declaren culpables.

Por otra parte, el policía joven que llega de Seúl, más metódico y moderado, que se mueve por pistas e instintos. Dos métodos condenados a subsistir, a colaborar y a compenetrarse, aunque se tengan que saldar las (esperadas e inevitables) rencillas. A diferencia de lo que ofrecen muchos de los thrillers norteamericanos, donde el poli suele ser a menudo el salvador del universo, este filme policíaco apuesta por retratar a los policías como seres humanos con sus dudas, sus temores, sus debilidades... La violencia muy recurrente con que se trata a los únicamente sospechosos demuestra además de un mal desproporcionado una crítica clara a la manera de actuar de ciertos policias que pisotean la presunción de inocencia o los derechos humanos más elementales.

En definitiva, una película sordida y realista, filmada con cierto empeño de trascender lo meramente policial, con personajes bien dibujados e interpretados por los actores. Apostando por un tono sombrío, el filme delucida con exactitud los dilemas a los que debe enfrentarse una persona en una situación límite, las decisiones no siempre acertadas que uno debe tomar y, finalmente, el hecho de plantearse si realmente el cuerpo y el alma están hechos para soportar algo que es prácticamente insoportable para el hombre o la mujer de a pie.