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La ley de la hospitalidad

Comedia Los Canfield y los McKay han heredado una enemistad que ha pasado de padres a hijos durante muchas generaciones. Pero, por caprichos del destino, Willie McKay (Buster Keaton) coge un tren en Nueva York, en el que conoce a Virginia Canfield (Natalie Talmadge)... (FILMAFFINITY)
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Críticas 19
Críticas ordenadas por utilidad
28 de diciembre de 2006
30 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
La he vuelto a ver hace tan sólo unos minutos.

Os comento. No empieza tan cómica como de costumbre, sino con un violento y dramático enfrentamiento entre dos miembros de clanes enfrentados que ofrece un magnífico uso de la luz –de la oscuridad, en realidad–. Tras él, de la familia McKay sólo quedan vivos la mujer y su bebé, de nombre Willie, así que ésta decide enviarle con unos parientes para que se críe alejado de tanto odio. Años más tarde, un Willie ya adulto regresará al pueblo para reclamar una herencia. Y ¿de quién diríais que se enamora durante el viaje? Efectivamente, de la guapa hija de la familia rival.

Os sigo comentando. Las situaciones son deliciosas e ingeniosas. Encontramos ideas visuales relacionadas con los trenes precursoras de las que unos años más tarde explotaría en "El maquinista de la General" –vías con baches muy acusados, convoyes destartalados, carriles flexibles, traviesas sueltas, locomotoras con caldera multiuso...–, situaciones tan absurdas como la propia "ley de la hospitalidad" que se imponen a sí mismos los miembros masculinos de la familia Canfield –desternillantes son las persecuciones pistola en mano–, y escaladas de lo más vertiginosas –tengo vértigo, así que lo pasé mal, de verdad–.

Cada día lo tengo más claro: Keaton fue un mago que descubrió el truco para comprimir el tiempo. ¿En qué manga se escondería los 74 minutos?
jastarloa
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26 de abril de 2009
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una absurda herencia del feudalismo, seguía latente en los Estados Unidos de Norteamérica del siglo XIX: Los hombres de una familia mataban a los de otra por una única razón... sus padres, sus abuelos, y sus bisabuelos… habían hecho lo mismo. El estigma lo heredaba cada nueva de-generación, y el que pudiera matar al otro, dejaba sembrada la venganza en aquellos que sobrevivieran. Eran los tiempos de una moral primitiva y burda de la que, felizmente, ya no se oye… ¿o sí?

Lo que vemos aquí, es la rivalidad que, los Canfield, sostienen con los McKay. La historia comienza, en 1810, cuando John McKay, recién casado y con un pequeño retoño, se ve obligado a enfrentarse con uno de los hijos de Joseph Canfield. Ambos mueren en el cruce de disparos, y entonces, huyendo de la maldición, la madre lleva a su hijo, Willie, a donde una tía en New York, la cual, a su muerte, se ocupará de criarlo hasta los 20 años cuando, hecho ya un hombre, recibe la noticia de que puede reclamar la herencia de su padre… que, él imagina, ¡será una enorme casona!

Antes de que haga el viaje de regreso a aquel agreste pueblo, la tía decide advertirle sobre la rivalidad del pasado… y justamente, en la diligencia que, Willie, ocupa, a su lado se acomoda Virginia Canfield, la hija de sus acérrimos enemigos… pero, él no lo sabe y por eso no tarda en ofrecerle sus galanteos y caballerosidad, creando así, con ella, un lazo de atracción mutua.

El viaje, se realiza en una novedosa diligencia de dos vagones (curioso anticipo de lo que sería el tren) impulsada, en vez de caballos, por una pequeña locomotora montada sobre los más singulares y surreales rieles. Esta, para mi gusto, es la más bella e ingeniosa secuencia de ferrocarril que haya visto en mi vida. Esos rieles que pasan por encima de todos los obstáculos que hay en el trayecto, ese desplazamiento manual de estos cuando un asno se cruza en el camino, en vez de mover al asno, ese túnel asentado sobre una mina de carbón que deja negros recuerdos… dan cuenta de una poesía y de una vena humorística, que llevaron al cine a las cumbres del arte por excelencia.

Seguidamente, se avendrá una serie de coincidencias que darán cuenta de que, ciertos destinos son ineludibles, porque, todo lo que sucede llevará al aparentemente indefenso, Willie, a entrar en la peligrosa 'cueva de los lobos' que andan ávidos de devorarlo.

El genial, Buster Keaton y su co-director, John G. Blystone, resuelven este filme con un enorme talento narrativo y con unos encantadores toques de tragicomedia surreal, que hacen que la película no decline, ¡ni por un segundo!, en su efectividad como gran clásico de la comedia.

Y aun surge una tercera y poderosa secuencia, la del río, donde Keaton, para salvar a la novia que pretendía salvarlo (su esposa en la vida real, Natalie Talmadge), dará prueba de su virtuosismo acrobático hasta llevarnos a una escena cumbre de enorme impacto... y de esas que permanecen grandes con el paso de los años.

Con, <<LA LEY DE LA HOSPITALIDAD>>, Buster Keaton, ha alcanzado la cima. ¡Bien que se merece la gloria!
Luis Guillermo Cardona
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17 de octubre de 2007
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ciertamente no es de las mejores de Keaton, pero su vigencia cómica y cinematográfica sigue siendo incontestable. A modo de balance: engancha con un prólogo dramático y oscuro, cautiva con ese surrealista trayecto en tren que serviría de ensayo a la superior The General, arranca carcajadas purísimas con su entrada, triunfal, en la mismísima boca del lobo, pero luego baja el pie del acelerador y se relaja en exceso, rozando incluso cierto estado de ánimo parecido al aburrimiento. Su tramo final, sin embargo, vuelve a reconciliarnos con un cineasta enorme que, en unos tiempos en los que el cine aún daba sus primeros pasos, supo innovar, inventar y maravillar sin perder en ningún momento la capacidad de hacer reír al espectador. En este caso, además, con un sentido del humor por momentos negrísimo y un ensamblaje técnico (toda la odisea en el río y la montaña) sencillamente portentoso. Lo dicho: un mago, un titán de este noble y menospreciado género que es la comedia.

Lo mejor: los líos de Keaton en la casa de la familia rival.
Lo peor: una arritmia central grave y lo previsible del desenlace.
nachete
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23 de mayo de 2009
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Yo también me documento por el respeto que merece este señor, Buster Keaton.
En la década de 1910, Buster Keaton trabajó como acróbata con sus padres en un circo y eso es ya suficiente para saber que era un artista y que un auténtico artista es el primero en poner tanto esmero en sus películas.
Se le conoció como "El hombre que nunca ríe" y en España como Pamplinas. Quiero creer que su característico rostro impasible ante las cámaras le pudo venir de la idea de los payasos actuando; máxima seriedad para hacer reír, porque hacer reír es algo bonito y, por tanto, muy serio.
La ley de la hospitalidad, no es una película cómica en sí, aunque no faltan las buenas actuaciones para sorprendernos y divertirnos. Es la versión hecha por un antiguo acróbata de circo del clásico amor medio imposible, entre dos jóvenes, por antiguos enfrentamientos familiares.
Sorprende y divierte con escenas a elegir entre acantilados y saltos de agua, abrazos tiernos y disparos perdidos, y un surrealista tren diligencia que parece el modelo más amplio, que no más potente, de la carroza de Cenicienta, entre otras cosas porque dentro viajan dos enamorados.
floïd blue
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3 de agosto de 2013
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuesta creer que el segundo y temprano largometraje de Buster Keaton fuera una de las mejores películas de humor rodadas hasta la aparición del sonoro. Precedida de la imperecedera gracia de Chaplin (‘El chico’) y de los ya pirotécnicos cortos del propio Keaton (‘Vecinos’, ‘Una semana’), ‘La ley de la hospitalidad’ recoge el potencial cinematográfico de sus trabajos anteriores y lo exprime durante 75 minutos, con una novedad: el buen hacer ya consagrado del maestro queda ahora sazonado por un refinamiento en la comedia que otorga a nuestro héroe el título de pionero del humor inteligente (o, si se prefiere, del humor menos tontorrón), como si se tratara del bendito, irrepetible y silente intermediario entre el slapstick y las primeras idas de pinza de Woody Allen.

El humor que Keaton nos lega en esta película parece casi emancipado de la bufonada y del golpe indoloro como motor de la risa (pese al vejete que se desnuca contra los raíles y a ciertas secuencias finales); se genera no tanto desde lo que ocurre sino desde lo que no ocurre y por la manera en que no ocurre. Sorprende igualmente el brío con el que un argumento de corte trágico es resuelto en una comedia donde toda acción conducente a la desgracia queda redirigida con desternillantes consecuencias (véase al joven McKay, un Santiago Nasar consciente, pugnando ingeniosamente por escapar de la casa). La escena de la cascada salvadora representa esto mismo, solo que en ella el chiste es sustituido por una fantasía aplastante capaz de poner los pelos de punta a través de la construcción del plano.

En verdad, ‘La ley de la hospitalidad’ trasciende el humor; su creatividad se desplaza también hacia la producción del suspense (adelantándose al Hitchcock que todos conocemos y en especial al de ‘North by Northwest’; ¡qué no estaba inventado para 1930!) y hacia la gestión de las escenas de acción, en las que Keaton siempre se ha movido como pez en el agua, cual abuelo de Jackie Chan. Las tres partes de la película (viaje en tren, vicisitudes con los Canfield, persecución por todo lo alto; introducidas por esas primeras imágenes cuya insistencia atmosférica anticipa la de Sjöström en ‘El viento’) vendrían a representar tres niveles de posibilidad cinematográfica (surrealismo, suspense y acción), desde la aguda serenidad de una decimonónica 42nd Street y de un pobretón que opta por atacar al maquinista para llevarse unos maderos, pasando por las miradas cruzadas en la cena con los Canfield y terminando con la clásica imagen de un Buster Keaton con cada pierna sobre una superficie que se va separando de la otra.

Imposible no reírse, imposible no identificarse con el joven McKay (que sin recurrir a sentimentalismos charlotianos escala igual o incluso más alto), imposible no palpar la tensión de la última parte, imposible no reconocer decenas de gags e ideas que cineastas posteriores tomarían prestadas. Ni siquiera el tópico del amor redentor contamina el ardoroso genio con que Keaton rubrica la película en el inmenso plano final, síntesis de lo mejor que este hombre nos ha dado.
Telefunken
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