La mujer de la arena

Desde el formato de los títulos de crédito, cuyo diseño invoca raíces de sugestión, toda la película se comporta como un ejercicio de belleza excepcional y de una plasticidad inquietante.
En la trama se implican relaciones filosóficas y mundanas mediante las que H. Teshigahara abre las puertas de un entorno desconocido.
La transición entre los espacios abiertos y el recinto cerrado, lesivo, opresivo, sofocante y oscuro invita a buscar simbolismos
La historia es magnífica en sí misma pero gracias al guión de A. Kabe se convierte en un argumento sobresaliente.
El director conjuga todos los elementos para que la ambientación permita situar la acción en su contexto auténtico, para que el ritmo se adecue con precisión a lo que requiere la obra, para que la iluminación realce con su sobriedad los tintes del dramatismo, para que la banda sonora marque la armonía de los sentidos y para que la narrativa no pierda un ápice de elocuencia a pesar de la deliberada precariedad de los diálogos.
Largometraje excepcional, abrumador, complejo, intimista y, sobre todo, auténtico ejemplo de que el buen cine no conoce fronteras.

Para mí es un estudio certero y pesimista de la naturaleza humana, un estudio que parte de un hecho corriente -una excursión por la playa efectuada por el protagonista, un maestro de escuela aficionado a la entomología, interpretado por Eiji Okada- que se va convirtiendo, poco a poco, en una especie de odisea kafkiana. A medida que pasa el tiempo y el protagonista se ve retenido en el agujero, más se va asemejando aquél a los insectos a los que estudia: es un cazador cazado, o un coleccionista coleccionado.

Es una película sobre la libertad, sobre su ausencia, y sobre cómo el ser humano se acomoda a cualquier circunstancia, por extraña que sea, hasta el extremo de perder las ansias de escapar, o la ilusión de la libertad. Es también, a su manera, una metáfora de la vida humana, y una película muy occidental, o mejor aún, muy universal, pese a tratarse de una producción japonesa.

La fotografía en blanco y negro, la música y la misma dirección consiguen crear un resultado verdaderamente impresionante, casi escalofriante, al definir un universo real y creíble que, sin dejar de serlo, se adentra progresivamente en el terreno de la pesadilla existencial, si no del terror.

Estamos ante una de esas obras que todo buen cinéfilo debería ver, al menos, una vez en su vida.

Una película inquietante a la vez que hipnotizante tanto visual, como sonoramente gracias a la música. El argumento del film de por si ya llama la atención, y la ejecución no se queda para nada atrás. Por momentos roza el surrealismo (en el sentido artístico, no peyorativo).
Esta película me ha traído a la cabeza una cita de Jodorowsky que dice "los pájaros encerrados en una jaula creen que volar es una enfermedad". Una cinta maravillosa, muy recomendable.

Obra maestra. Muchos jóvenes no entran en estas películas por el formato en blanco y negro, y por el ritmo cadencioso ( dirán que es lenta), pero vista con tranquilidad es una joya que te hace pensar mucho, te hace ver otros horizontes al día a día de las prisas, los agobios y las banalidades de la vida diaria en la ciudad. Para mí ha sido todo un descubrimiento, el ambiente que da, las interpretaciones son fabulosas, y lo mejor el fondo, o, mejor dicho, el trasfondo que nos quiere inculcar la película.

Artista integral Hiroshi Teshigahara (1927-2001) probablemente con lo que más disfrutaba era con su faceta de temoto (Gran Maestro) de ikabama (arte floral tradicional japonés) siguiendo los pasos de su padre. Su trabajo en este sentido se expuso por todo el mundo. Claro que de alguna manera sacó tiempo para ser uno de los directores de cine más reputados de la nueva ola del cine japonés que transcurrió en paralelo a la del cine francés, consiguiendo con esta película ser el primer director nominado al Oscar, ganar el premio del Jurado en Cannes y la nominación a la mejor película de habla no inglesa.
Tuvo una estrecha colaboración con el autor Kobo Abe y el músico Toru Takemitso. Abe aporta aquí el facinante relato original y guioniza y Takemitso hace un puntaje espléndido y libre sobre la amplia dramaturgia visual que construye el director con la sobresaliente fotografía en blanco y negro de Hiroshi Segawa. Aún tuvo tiempo Teshigahara para dedicar momentos de su vida aparte del cine de ficción al documental, al teatro, a la ópera, a la escultura....

El guión de Kobo Abe nos sumerge y nos atrapa como al protagonista en un lugar tan terrenal como irreal donde se conforma la metáfora de la sociedad que nos oprime, del tiempo y de la vida que fluye y se nos escapa irremisiblemente. El suspense corre paralelo a la reflexión existencial: "vivir para quitar arena o quitar arena para vivir". La angustia vital, la desesperación, la determinación vana de escapar a lo inevitable, la sensualidad, el deseo se mezclan en multiples lecturas donde quizás la mujer se lleve la peor parte como símbolo del conformismo, del egoismo, de cebo en definitiva de una trampa social en la que el director quizás hace crítica del rol de la mujer tradicional japonesa.
Poner nuestro enfásis en encontrar algo que realmente nos apasione y dedicarnos a ello es a la postre el único sálvavidas para mantenernos a flote antes de que esa arena omnipresente, bella, misteriosa e intimidante nos engulla definitivamente.

Particularmente me impresionan las escenas donde los habitantes del poblado constituidos en dioses caprichosos con sus máscaras juegan a su antojo con los mortales con aires de representación teatral u operística mitológica y ancestral. Estoy de acuerdo cuando la Strictly Film School definió la película como: "una alegoría sobria e inquietante sobre la existencia humana". Alegoría a la que me permito añadir el adjetivo de bella.

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